Hace un tiempo, uno de mis hijos me pidió cortarse todo el cabello. A mí me parecía que era mucho, así que accedí a un corte a máquina pero con, digamos, un dedo de largo. La anécdota quedó en el olvido por un tiempo.
Hace poco estábamos todos en casa y ese día no había planes adicionales. No teníamos invitados ni salidas programadas. En realidad, sí teníamos invitados, pero no muy deseados: los piojos nos habían invadido.
Como en varias ocasiones, puse manos en el asunto y saqué mi kit de emergencia: peine, cepillo, shampoo y toallas. Todo listo. Al pasar por el baño, observé la máquina de cortar el pelo que usa mi marido para su barba y pensé: “¿y qué tal si al tercero le corto directo? ¿Qué puede salir mal?”.
Llamé al futuro damnificado, lo senté con su tablet y empecé a jugar a la peluquera. Tenía el pelo corto y me pareció que sería fácil pasar una máquina en esa pequeña cabeza. Lo vi miles de veces. Hoy me arrepiento de no haber prestado más atención.
Tenía en mi mano la máquina y los apliques que se usan para definir el largo deseado. Empecé con uno más grande, pero mi percepción era que todavía quedaba largo el pelo (dentro de lo corto que estaba), así que me decidí por otro. “El tamaño ideal”, pensé. El tema es que el aplique tendía a salirse. Lo vi y entendí el riesgo, pero mi deseo de cortar se ve que era más grande aún y en el instante en el que pasé la máquina por la parte superior de la cabeza fui viendo cómo quedaba una extensa línea blanca en el medio.
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