Editorial Caballo de Troya. 121 páginas, edición de 2007, texto de 1996.
Empezaba a ser habitual que me encontrase con el nombre del uruguayo Mario Levrero, al deambular por Internet o los suplementos culturales, como referente de la narrativa hispanoamericana última. Había hojeando sus libros en librerías, había visto que a la biblioteca de Móstoles habían traído su última novela póstuma, La novela luminosa, publicada por Mondadori.
Además de ser reivindicado después de muerto, Levrero es un raro, alguien que fue fotógrafo, guionista de cómics, humorista... Sentí curiosidad y hace unas semanas compré en una librería de segunda mano esta novela, Dejen todo en mis manos.
El libro empieza con un escritor –que parece un trasunto del propio Levrero-, hablando con su editor, quien le dice que su novela es “buena, pero…”. Un estatus en el que el protagonista ha encontrado la mayoría de las veces clasificadas sus obras. El editor pagará al escritor una suma que le resulta interesante si averigua quién escribió una novela que les ha llegado firmada con el nombre de Juan Pérez, pero sin dirección. El dato que posee es el matasellos del pueblo del interior de Uruguay del que procede el envío. Por ese libro está interesada una fundación cultural sueca.
El autor acepta el encargo y se desplazará en autobús al pueblo de Penurias. El resto de nombres de pueblos que aparecen en el libro son: Desgracias, Miserias, Lamentos. Como en gran parte de la literatura latinoamericana, Levrero se dedica a analizar la situación social de su país desde un punto de vista cínico y desencantado, marcando la distancia desolada que encuentra entre su cultura de corte occidental y la poca capacidad de salir a flote del mundo que le rodea. “Hay algo terriblemente culpable en el hecho mismo de ser uruguayo, y por lo tanto nos resulta imposible decir no clara, franca y definitivamente”, no dice el narrador en la primera página del libro.
El tono de la novela es realista, aunque, según me he informado, los primeros libros de Levrero eran deudores de la poética expresionista de Kafka. Ya en la página 13, cuando el narrador espera en la editorial a que el editor consulte a su jefe, escribe: “Debo haberme quedado dormido durante un minuto o dos, porque apareció un hombre con una gran nariz roja, de payaso, y me dijo en francés una frase incompresible de seis sílabas”. Los sueños darán paso a un cierto matiz onírico al libro dentro del contexto de una narración realista, que intenta emular la prosa desengañada de las novelas policíacas, sobre todo siguiendo las huellas de Raymond Chandler, a quien se evoca repetidas veces: “Soy un escritor. No soy Philip Marlowe” (página 17).
El narrador llega al pueblo de Penurias, y como un Marlowe aficionado comienza su investigación. Ya ha leído la novela de Juan Pérez y le ha entusiasmado, dice de ella en la página 19: “Tenía un estilo llano, muy sencillo, y vigoroso, y colorido”, y en la página 20: “esa novela debía publicarse y llegar a muchos que la necesitan tanto como yo, porque allí estaba el germen de los nuevos valores, y allí había razones de vivir para muchos”.
El narrador se aloja en el único hotel del pueblo, y visita el bar, la oficina de correos, conoce a una prostituta, se encuentra con un viejo compañero del colegio…, y nadie parece conocer a Juan Pérez, o a la persona que se puede encontrar detrás de ese pseudónimo.
El narrador tiene más de 50 años, está gordo, fuma demasiado, hace unos meses se ha separado de su mujer…; está cercano a la depresión, al desánimo, pero intenta salvarse a través del cinismo y el sentido del humor, a veces de pincelada gruesa.
En la página 96 se cita al admirado Kakfa: “Este hotel era sólo para ti... La frasecita inconclusa me golpeó la mente. ¿Kafka? Una paráfrasis. Pero ¿Por qué demonios había pensado eso?”
En el texto las referencias a la “baja cultura” son constantes: dibujos animados, ciencia-ficción, cómics…, a los que Levrero era aficionado y a los que se dedicó profesionalmente.
Quizás el tono pretendidamente menor de Dejen todo en mis manos, le haga no alcanzar el nivel de las obras de los grandes autores latinoamericanos, pero su lectura me ha dejado un regusto bastante agradable. El libro de Levrero se podría definir de la misma forma que el de Juan Pérez: un estilo llano, muy sencillo, y vigoroso, y colorido.
La única pega “real” que se me ocurre ponerle es la de un final demasiado redondo y feliz. Quizás como dice Vladimir Nabokov en su novela Pnin: “Hay personas –entre las que me cuento- que detestan los finales felices. Nos sentimos engañados. El mal es la norma. Nada debería entorpecer el destino”.