Del Colegio Mayor a la escuela

Publicado el 07 octubre 2014 por Elarien
La ventana de la cocina del piso de Zaragoza daba al lado opuesto al jardín (al que se asomaba nuestro dormitorio) y, desde ella, casi podía verse nuestra escuela. Los fines de semana veíamos a los padres jugar con sus hijos en el descampado de enfrente. No se me ha olvidado el asombro de ver volar un helicóptero teledirigido. El aparato estaba suelto, sin ningún tipo de cables, y sus dueños lo controlaban desde el suelo. El mando parecía un walkie-talkie, aunque con una antena larguísima. Me pasé media hora larga delante de la ventana mientras contemplaba fascinada los giros, ascensos y descensos de aquel juguete.
Sin embargo no siempre se podía ver algo a través de la ventana. Había días en los que nos levantábamos y los cristales estaban empañados por la humedad condensada. Esos días, mientras desayunábamos, dibujábamos caras sobre ellos. Eran días en los que hacía un frío horroroso del que no había forma humana de resguardarse en el camino a la escuela. Con  frecuencia la temperatura no mejoraba y regresábamos igual de peladas que a la ida, sobre todo si soplaba el molesto cierzo.
En el colegio de Zaragoza cursé segundo de párvulos y primero de EGB. El edificio de párvulos estaba apartado del resto, incluso el patio era diferente. Recuerdo que entre la tierra había lombrices y a veces las sacábamos con un palo, sin tocarlas, para contemplarlas con curiosidad morbosa y algo de repelús fingido. La clase era divertida. Una de las cosas que más me gustaba era la de recortar figuras con la ayuda de un punzón (seguro que ahora están prohibidos por peligrosos). Era genial clavar aquel instrumento, con su mango azul celeste, en los contornos del dibujo.  Fijábamos el papel encima de una superficie de corcho, de ese hecho con un conglomerado de bolitas blancas, y lo apuñalábamos con ganas. Al terminar, el borde quedaba con pequeñas rugosidades y raspaba ligeramente al tocarlo. Era un cosquilleo agradable.
Me gustaban las clases de lectura. En éstas sí que me permitían leer (a diferencia de los párvulos de Madrid en donde me quedaba con las ganas). Nuestro libro narraba la historia de la oveja Me, y entre los capítulos se intercalaban otros relatos infantiles y algunos poemas. Había uno sobre los meses del año y otro sobre un molino, el favorito de hermanísima, con el cual nos deleitó en innumerables veladas familiares. No había ninguna actuación de la "Fundación" (que aún no tenía ese nombre) que se preciase, en el que no recitase la estrofa de "Sigue el agua su camino..." (y a pesar de las caras de todos al oírla, no se desanimaba, sino que seguía hasta el final)
En el Colegio Mayor nos subían la comida de la cocina. Cocinaban estupendamente, los canelones eran deliciosos, tan buenos que se convirtieron en nuestra comida favorita, y aún hoy se mantienen en un lugar de honor. Nos los traían en unas fuentes enormes y nunca sobraba ni medio. Por desgracia no siempre comíamos así. En la escuela nos quedábamos al comedor y allí la cocina nada tenía que ver con la del Colegio Mayor. Todo lo buena que era la comida en uno lo tenía de infame el otro. Temía especialmente los lunes, día en el que el menú consistía en huevos duros cubiertos por un emplasto de mayonesa pringosa, en ocasiones incluso algo viscosa. Los odiaba tanto que, aunque por aquel entonces contaba 5 y 6 años de edad, no se me han olvidado. No sé si no eran peores los macarrones supuestamente gratinados, con una costra de queso tieso y plastificado que pegaba la pasta en un ladrillo gomoso, seco y rígido. Ni siquiera el rancho hospitalario del MIR, con la sobredosis de pollo y la pasta casi deshecha, era comparable a aquel mazacote incomible.
Me acuerdo de cuando cambié del pabellón de párvulos al edificio de los mayores. Hermanísima se quedó en el primero. La nueva clase era mucho más grande y estaba en el primer piso, a la izquierda según se accedía desde las escaleras, en uno de los extremos del pasillo. En el otro extremo, al fondo, se encontraba el despacho de la directora. En una ocasión la profesora me envió allí con un recado. Con los nervios sólo recuerdo que había muchos papeles sobre la mesa y un armario de cajones que abrió y que estaba lleno de carpetas para archivar. No lo debí hacer mal porque otro día, el mensaje fue para la profesora de la clase de 2º. Al entrar, con más miedo que vergüenza, vi que en el encerado tenían pintados los planetas y sus órbitas. Estaban dando el sistema solar. Me pareció precioso aunque tuve la sensación de que aquello debía de ser complicadísimo (¡cuánta razón tenía a mis 6 años!).
Aunque sólo vivimos en Zaragoza un par de años, no me he olvidado de mi amiga del colegio. Era muy guapa, siempre sonriente, con el pelo castaño y muy brillante. Al igual que yo, también llevaba trenzas, aunque ella no se parecía a Laura Ingalls con ellas, como me sucedía a mí. Recuerdo un día que no vino a clase, pero sí que acudió a la salida del colegio, con su madre, para recoger a su hermano. Llevaba puesto un vaporoso vestido blanco, precioso, como de tul. Me dijo que era un "vestido de calle", aunque a mí me pareció de bailarina o de princesa de las hadas y deseé tener uno igual. Mi madre no entendió a qué me refería con lo de "vestido de calle" y no insistí. Poco tiempo después una amiga de mis padres nos regaló unos disfraces. El de hermanísima era de india, con un vestido áspero y un tocado con una pluma grande, de colores, y unas trenzas negras que contrastaban de manera llamativa con su rubísimo pelo (y sus rubísimas trenzas). El mío era de ninfa, de color rosa, con la falda asimétrica y las mangas anchas. Era muy ligero y recordaba, vagamente, al de mi amiga. Aquel disfraz me encantaba y lo usé durante años y años. No sé cómo me sirvió durante tanto tiempo porque crecer, crecí, debía de ser mágico y no simplemente crecedero como las faldas del uniforme.