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Del contrato a la biología según Zaffaroni

Publicado el 02 julio 2011 por María Bertoni

Del contrato a la biología según ZaffaroniPor fin Espectadores se puso al día con la entrega impresa (y oficial) de La cuestión criminal. En principio, y a partir de hoy, la síntesis digital de la colección se actualizará cada sábado. A la derecha, en nuestro blogroll, figura un acceso directo a todos los fascículos, hasta ahora el sexto. Ojalá esta iniciativa contribuya a difundir el trabajo del juez Zaffaroni y su equipo.
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Del contrato a la biología según Zaffaroni
 El contractualismo era un marco (hoy se llamaría “paradigma”) dentro del que se daban todas las posibles variables políticas, desde el despotismo ilustrado hasta el socialismo, o sea, desde el meticuloso Kant hasta el revoltoso Marat. Por ende, podía resultarle peligroso a la propia clase que lo impulsaba, que defendía la igualdad, pero que también empezaba a distinguir entre los más y los menos iguales, a medida que se consideraba a sí misma la mejor y más brillante no sólo de Europa, sino de todo el planeta.

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 Los pensadores de la cuestión criminal eran sensibles a los temores del sector social al que debían su posición discursiva dominante. En consecuencia, comenzaron a adecuar su discurso a la exigencia de no deslegitimar el poder punitivo necesario para mantener subordinados: en el interior, a los indisciplinados y, fuera, a los colonizados y neocolonizados.

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 En esta tarea académica pueden distinguirse dos momentos: 1) el hegelianismo penal y criminológico y 2) el positivismo racista. El primero fue un máximo esfuerzo –altamente sofisticado– del pensamiento idealista, en tanto que el segundo rompió con todo y se desprendió de toda racionalidad.

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 Los ideólogos de la cuestión criminal que invocaron a Hegel sostenían que los seres humanos se dividían en “no libres” y “libres”, y que el derecho era patrimonio de estos últimos. Cuando un “no libre” lesionaba a otro, no cometía un delito sino que operaba sin ninguna relevancia jurídica, porque no realizaba propiamente una conducta. Por el contrario, sólo podían cometer delitos los “libres”, que eran quienes sí realizaban conductas.

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 ¿Quiénes eran los “no libres” para los penalistas hegelianos? Ante todo los locos, pero también los delincuentes reincidentes, multirreincidentes, profesionales y habituales, porque su comportamiento demostraba su no pertenencia a la “comunidad jurídica”, o sea que no compartían los valores de los sectores hegemónicos. Los “no libres”, en definitiva, no eran considerados “gente como uno” o “como la gente”, sino sólo tipos peligrosos.

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 Por supuesto, tampoco eran libres los salvajes colonizados. Hegel era absolutamente etnocentrista, lo que queda demostrado en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Entre otras cuestiones, consideraba que los latinoamericanos no teníamos historia sino futuro, pues para él nuestra historia comenzaba con la colonización, que nos había puesto en el mundo.

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 Para Hegel, el poder punitivo se explicaba por una vía deductiva que no admitía verificación en el plano de la realidad. Al igual que el meticuloso Kant, su legitimación no se contaminaba con datos del mundo real. Eso lo había visto claramente el viejo Kant, que sabía sobradamente que, en cuanto introdujese alguna información del mundo en que todos vivimos, se le caía la estantería.

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 En la segunda mitad del siglo XIX, la clase en ascenso había llegado al poder. Al mismo tiempo los indisciplinados aumentaban sus molestias con los acontecimientos europeos de 1848 y sobre todo de 1871 (la Comuna de París). No eran construcciones idealistas lo que esta clase empezaba a necesitar, sino algo mucho más concreto y de menor nivel de elaboración, pero también más acorde con la cultura del momento.

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 En el orden planetario, las relaciones del centro con la periferia exigían la eliminación del sistema esclavócrata, porque la integración demandaba mayor nivel tecnológico en la periferia. Además Gran Bretaña, que disponía de mano de obra gratuita en la India, se erigió en campeona del antiesclavismo y ejercía la policía de los mares.

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 La ciencia era la nueva ideología dominante. Las maravillas de la técnica asombraban: el ferrocarril, las naves de vapor, el telégrafo, algunos avances médicos, el canal de Suez… El ser humano se volvía todopoderoso, podía controlar por completo la naturaleza y llegar a vencer a la muerte.

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 La clase otrora en ascenso había pasado a detentar en Europa la posición dominante y la consideraba “natural”, de modo que el artificio del contrato le resultaba inútil y peligroso. Pasaron a ser supercherías tanto los discursos legitimantes del poder nobiliario como el famoso contrato, pues se necesitaba un nuevo discurso que permitiese ejercer el poder punitivo sin trabas para mantener a raya a los sumergidos que no podían ser incorporados al sistema productivo, y que además tenían la osadía de exigir derechos.

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 El nuevo paradigma que convenía a esas clases fue el del organismo, aunque no aquel basado en la “mano de Dios” sino uno nuevo fundado en la “naturaleza” y revelado por la “ciencia”. Pero por muy “científico” que fuese el ropaje, como no es demostrable que la sociedad sea un organismo, el nuevo organicismo no pasaba de ser un dogma arrebatado al idealismo.

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 El instrumento con que se controlaba a los molestos en las ciudades era la policía, institución no tan nueva en el continente europeo, porque era la misma fuerza de ocupación territorial usada para colonizar. Esto suena raro, porque no se tiene en cuenta que, en definitiva, nunca hubo verdaderas guerras coloniales, sino operaciones de ocupación policial de territorio.

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  Ni siquiera en el colonialismo del siglo XV hubo tales guerras: no fue guerra la ocupación de Tenochtitlan ni del Incanato; tanto Cortés como Pizarro se limitaron a algunas escaramuzas policiales de ocupación.

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 Los poderes de las policías europeas aumentaban en paralelo con los reclamos de los sumergidos urbanos, pero carecían de un discurso legitimante. Al mismo tiempo, los médicos estaban ansiosos por manotear la hegemonía del discurso de la cuestión criminal, en particular los psiquiatras, pero carecían de prestigio social, pues trabajaban en lugares infectos ycon seres indeseables y sucios. Según Foucault, la publicidad del juicio determinó que despertasen interés, pues comenzaron a ser llamados a los grandes procesos públicos como peritos, lo que los proyectó a la fama mediática.

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 Como la policía tenía poder sin discurso y los médicos discurso sin poder, era inevitable una alianza. Esto se conoce como “positivismo criminológico”, o sea, el poder policial urbano legitimado con discurso médico.

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 El discurso médico no se agotaba en los patibularios y molestos, sino que era un mero capítulo dentro del gran paradigma que empezaba a instalarse: el del reduccionismo biologista racista. En la segunda parte del siglo XIX, hubo dos principales versiones del racismo: una “pesimista” y otra “optimista”. La primera afirma que hubo una raza superior que se degradó tras mezclarse con una suerte de monas que encontraron en el camino, y dieron por resultado una decadencia de la especie (ésta es la fábula de la raza aria superior).

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 Este racismo pesimista no servía para el nuevo momento de poder mundial, que necesitaba deslegitimar la esclavitud pero justificar el neocolonialismo, predicar el liberalismo económico pero controlar policialmente a los excluidos en el centro. El discurso que legitimase semejante embrollo no podía tener un grado muy alto de elaboración, y por eso estuvo a cargo de alguien también bastante raro, que fue Herbert Spencer.

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 Spener no era médico, biólogo, filósofo ni jurista, sino ingeniero de ferrocarriles. Además, decía que no leía a otros autores porque lo confundían. De ese modo logró concebir los disparates más increíbles de toda la historia del pensamiento, afirmando que llevaba a Darwin de lo biológico a lo social.

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 Partiendo de que en la geología y en la biología todo avanza con propulsión a catástrofes, Spencer afirma que lo mismo sucede en la sociedad, y que los seres humanos que sobreviven son los más fuertes y de ese modo todo va evolucionando. Este catastrofismo se carga a los más débiles, pero para Spencer esto es un detalle inevitable y sin mayor importancia.

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 Spencer sostenía que no se debía ayudar a los pobres para no privarlos de su derecho a evolucionar: la filantropía era un error al igual que la enseñanza obligatoria o gratuita. En cambio, el control policial de los insubordinados parecía ser la principal función del Estado para nuestro amigo ferroviario.

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 En cuanto al neocolonialismo, afirmaba que los ocupados son seres humanos inferiores pero, a diferencia de los “pesimistas”, no porque hayan decaído, sino porque aún no evolucionaron. Por eso no tienen moral, no conocen la propiedad, andan medio desnudos y son sexualmente muy “frecuentes”.

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 La conclusión práctica era que se podía dominar pero no esclavizar a los colonizados. Cabe precisar que los europeos no fueron muy sutiles con la diferencia, y que en 1885 se reunieron en el congreso de Berlín, convocado por Bismarck, y se repartieron el Africa como una gran pizza.

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 El spencerianismo fue el reduccionismo biologista llevado a lo social que sirvió de marco ideológico común al neocolonialismo y al saber médico que legitimó el poder policial con el nombre de positivismo criminológico, que bien podría llamarse “apartheid criminológico”.

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La versión completa de este fascículo se encuentra aquí.
Gentileza de Matías Bailone, colaborador del juez Zaffaroni.


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