Del derecho a elegir nuestro final

Por Harendt


La ley de eutanasia ha sido la conquista reciente de una sociedad emancipada de las creencias religiosas que hacían inviable hasta este momento la decisión sobre la continuidad de las medidas curativas o paliativas por parte de enfermos terminales, comenta en El País [Almodóvar ante la muerte, 08/10/2024] el escritor Jordi Gracia. Prevaleció por fin la conciencia del individuo enfrentado a su sufrimiento y la capacidad para determinar hasta dónde estaba dispuesto a explotar el apabullante desarrollo tecnológico de la medicina. Hoy pueden tratarse mucho mejor que antes tanto el dolor como el deterioro de enfermedades asociadas a menudo con el mero envejecimiento, que no es otra cosa que la pérdida progresiva y creciente de capacidad de los órganos que nos han mantenido con vida durante décadas (felizmente). A pesar de eso, muchas personas prefieren ahorrarse ese último tramo de vida y evitar tratamientos que han dejado de percibir como beneficiosos. En su evaluación íntima e intransferible de costes, escogen la renuncia a una vida que ha dejado de serlo a sus ojos, que ha desaparecido ya y que es imposible que vuelva, dada la radicalidad de las dolencias que ampara el nuevo derecho a la eutanasia.

En otras palabras, son personas que han interiorizado que vivir no es obligatorio ni puede ni debe caer bajo mandato de nadie fuera de la persona misma. Cuando Javier Pradera encadenó diversos padecimientos que redujeron gravemente lo que llamaba burlonamente su calidad de vida, solía decir que él quería vivir, no durar. Esa es una frase lapidaria que nace solo de quien carece de creencias (religiosas o no) que le impidan decidir sobre la continuidad de la propia existencia: no depende de ningún creador ni de ninguna obligación trascendente o teleológica. Es producto de la lucidez sobre las condiciones que cada cual escoge para perpetuar su existencia, sin imponer ese mismo criterio a nadie. Cerca ya de los 60 años, he podido acompañar hasta sus últimos días al menos a ocho personas ancianas, y todas ellas sin excepción pidieron auxilio material para terminar cuanto antes una etapa innecesariamente prolongada, insípida, aburrida, artificial e injustificable, al menos para cada una de esas ocho personas, con biografías y personalidades enteramente dispares. A Joan la tranquilidad solo le llegaría cuando supiese que tendría la pastilla en el botiquín (y no sé si exactamente esa tranquilidad le llegó alguna vez). En ningún caso nadie puede hacer nada legal hoy porque la ley impide el auxilio para preparar una muerte tranquila, y es abrumador e intimidatorio el repertorio de represalias que pueden caer sobre quien acompañe a alguien a terminar su vida voluntariamente. Está concebido para sabotear por todos los medios que nadie en pleno uso de sus facultades pueda determinar hasta dónde quiere vivir y cómo quiere despedirse de su propia vida, que es suya.

Las protagonistas de la última y luminosa película de Pedro Almodóvar saben muy bien que el auxilio al suicidio está severamente penado. Tener que acudir a la Deep Web, como hace Tilda Swinton en La habitación de al lado, para obtener la pastilla que permita a un enfermo (o a un simple anciano) escoger el día, la hora y la compañía de su propia muerte es una humillación vejatoria: somete a quienes la acompañen al riesgo de cárcel, ensucia de clandestinidad y ocultamiento la belleza de una despedida acordada y querida e introduce un factor de incertidumbre desestabilizador —¿será buena la pastilla, estará adulterada, será una fake, funcionará bien?— donde debería haber la consoladora asunción del final de una vida consumada con más o menos éxito.

La valentía de esta película es política, es moral y es sobre todo vital. Su secreto está en contar el suicidio de una mujer como un canto a la plenitud de la vida. La muerte es consustancial a la vida y es la misma muerte, el hecho de terminar, el que dota de sentido a una existencia que nada podrá prolongar indefinidamente. Afrontar a los 75 años la legitimidad del suicidio en esas condiciones de envejecimiento avanzado (con o sin enfermedad, ante el mero deterioro biológico) habla del instinto vitalista de Pedro Almodóvar y de su inteligencia moral. La sociedad en Occidente ha ido desprendiéndose de creencias religiosas que imponen urbi et orbi lo contrario —el dueño de tu vida no eres tú; según ellos, es Dios—, y hacerlo a través de una película cuajada de guiños hedonistas y humorísticos es un acto más de honestidad ética y estética que de valentía transgresora: es poner en imágenes la reflexión que cualquier persona adulta sabe que hará con sus padres, sus abuelos o sus amigos, y un día tendrá que hacerla sobre sí mismo también. Tarde o temprano aspirará a contar con un entorno en el que entiendan lo que le cuesta al principio entender a Julianne Moore ante la petición de Tilda Swinton: que el acto de amor en esa situación consiste en acompañarla en la muerte voluntaria. Swinton quiere despedirse de su propia vida cuando aún es ella misma, cuando no es solo el espectro de una superviviente, cuando puede hacer lo que ha hecho siempre: tomar las decisiones cruciales de su vida por sí misma.

La película llegará a las salas de cine cuando el Gobierno ha impulsado un plan de acción indispensable contra el suicidio ante la creciente pluralidad de factores que lo inducen y el aumento de intentos y de suicidios consumados en edades trágicamente tempranas. El suicida no quiere morir, quiere dejar de padecer, y un Estado social como el nuestro ha de ser capaz de auxiliar a quien no sabe o no puede gestionar padecimientos que a veces acaban derivando en un acto irreversible (pero casi siempre evitable). Menos incuestionable que esta labor de prevención socialmente urgente es que en ese marco de trabajo figure también sin distinción el tratamiento que merece el deseo de morir en la vejez avanzada. La estadística de suicidios se dispara entre quienes han llegado a los 80, 85, 90 años o más, y entre ellos puede haber numerosos casos que ante la cercanía del final prefieren evitar la agonía consuntiva donde las fuerzas ya no responden, donde la ilusión es residual, donde el placer es memoria y donde la vitalidad se extingue sin remisión y sin que haya ninguna necesidad de exprimirla agónicamente (excepto que uno quiera hacerlo, claro está). La civilización ha sido un combate contra la fuerza de la biología, y, del mismo modo que nuestras sociedades han crecido regulando y reprimiendo los impulsos de la biología desatada, también la decisión de poner fin a la vida es una conquista más contra la ferocidad de la naturaleza biológicamente concebida para resistir, para seguir y seguir latiendo, aunque carezca de sentido.

La exaltación que le debemos a Almodóvar en películas explosivamente contagiosas de vitalidad —incluidas Pepi, Luci, Bom..., Qué he hecho yo para merecer esto o Mujeres al borde de un ataque de nervios— hoy se trueca en gratitud por exponer a la ciudadanía a la evidencia de la muerte, incluida esa en la que nunca pensamos y que siempre está ahí: la nuestra, la de cada cual. Haberlo hecho con sensibilidad macerada en sentido del humor, con delicadeza exquisita y belleza suntuosa añade una virtud más de sensatez a una película que se mete en el corazón transversal de una sociedad dispuesta a vivir una buena vida hasta el final, sin castigo, sin sistema punitivo contra ella misma, también cuando decide abandonar la escena y morir sin angustia, sin miedo y sin tener que recurrir a la delincuencia sórdida de la Deep Web, sino a la regulación reconfortante y razonable de un sistema nacional de salud de un Estado laico y democrático. El canto a la vida consiste en eso: en poder morir sin riesgos. Jordi Gracia es escritor.