Las secuencias históricas tienen la recurrente manía de repetirse en las sociedades que olvidan su pasado. Cuando la Restauración alcanzó su máximo grado de ineficacia dando lugar al Desastre del 98, a finales del siglo XIX, inició un declive que duró dos decenios largos hasta desembocar en tal grado de impopularidad que propició la dictadura del general Primo de Rivera; bien acogida socialmente en un principio. De esa dictadura coronada, por la anuencia del rey Alfonso XIII, se pasó a la II República cuando agotó su crédito popular empezando por los intelectuales. De ahí a otro levantamiento militar fallido y la consiguiente Guerra Civil de tan infausto recuerdo. Después, los cuarenta años de Franco y, por fin, mediante una modélica transición pacífica, al régimen actual de democracia parlamentaria con Juan Carlos I al frente. Crisis de confianza Ya en aquel lejano 1.898, los escasos españoles ilustrados en comparación con los actuales, cayeron en una gran depresión anímica y fueron extendiendo la idea del desastre español en amplias capas de la sociedad hasta llevar a su inmensa mayoría a una crisis general de confianza a todos los niveles. La pela es la pela También entonces, de la mano de incipientes fuerzas nacionalistas independentistas, algunas regiones españolas, como Cataluña y las Vascongadas, iniciaron una deriva centrífuga tratando de huir del previsible desastre español. La historia económica nos enseña que mientras tuvieron a mano sus potentes industrias las enormes posibilidades de los mercados coloniales, en el doble sentido de importación de materias primas baratas y exportación de productos manufacturados exentos de aranceles, estuvieron sumamente gustosas en la, hasta ese momento, imperial España. La historia siempre vuelve Y ahora, con todos los matices que se quieran según realidades, visiones e ideologías, estamos en lo mismo. En 2.010, mediante el disparatado, calamitoso y dos veces votado gobierno socialista de Zapatero, el sistema político y social nacido en aquella Transición española que dio origen a la constitución de 1.978, alcanzó también su máximo grado de nepotismo, corrupción, ineficacia e ineficiencia originando un descontento popular que ha ido degenerando en progresión geométrica hasta nuestros días. Por medio, el canto del cisne que supuso el triunfo mayoritario del PP de Rajoy en las generales de finales de 2.011. Como ya hemos reiterado en este blog, si Zapatero fue quien nos estoqueó, Rajoy se está encargando de recetarnos la puntilla. Aquél heredó, en condiciones trágicas todavía no bien aclaradas, un país medianamente rico y envidia de Europa, con todas las críticas oportunistas que ahora queramos hacerle al legado económico de Aznar; y dejó el país en una ruina galopante tras siete años de mandato. Tales circunstancias, le obligaron a unas elecciones anticipadas tras gobernar a la postre contra su confesa utopía socialista. Rajoy, que llegó a representar durante todo el 2.011 la esperanza blanca de una gran parte de la sociedad española, falló desde el instante mismo de ganar por mayoría absoluta al faltarle el coraje y el sentido de estado de dirigirse a la nación diciendo claramente la tremenda situación heredada y los enormes sacrificios que habría que afrontar para salir adelante, incluso a costa de quemarse personalmente en el empeño. Inexplicablemente para muchos, se escondió dedicándose a dar bandazos. Y ahora ya sabemos por qué. Pondrá siempre sus intereses partidistas a los de España y los españoles. Primero fue el interés por preservar sus intereses políticos en las elecciones andaluzas con unas medidas fiscales muy alejadas de su electorado natural y con el retraso adrede de la presentación de los presupuestos de este año. Y ahora es la demora en solicitar el descontado rescate por no perjudicar los intereses de su partido en las próximas elecciones, principalmente las gallegas. Le da igual que la situación económica general se deteriore a pasos agigantados o que la confianza de los españoles en sus dirigentes caiga a su nivel más bajo desde tiempo inmemorial. La aldea catalana Desde mi admiración por los valores del pueblo catalán, podría entender que quisieran hacer de Barcelona y Cataluña el faro de Europa en cultura, en cuestiones sociales, convivencia, ocio, deporte, industria, economía, etc., liderando España. Como de alguna manera tuvieron posibilidades de intentarlo hasta hace veinte años. Pero lo que no puedo entender es que prefieran y luchen por encerrarse en sus fronteras regionales haciendo de Cataluña una aldea con su minoritario idioma en España y en el mundo, sus cien mil normas pueblerinas y su endogamia nacionalista con Mas de monigote, los Pujol muñendo y otros burgueses y socialistas ilustres como Maragall de corifeos. Cuando en Europa se ejerce la supresión de fronteras y se habla de unificar casi todos los resortes del poder económico y político, los independentistas se empeñan en hacer de esa hermosa y admirable tierra una aldea. La falta de grandeza e inteligencia siempre es lamentable. Los catalanes de cualquier tendencia pagarán la factura de su escasa visión de futuro. Esperemos que no, el resto de españoles. El riesgo nacional La historia está para analizarla y sacar conclusiones, y la España actual se parece demasiado a la de primeros del siglo XX en muchos aspectos. Y el futuro llega inexorablemente; solo que ahora más rápido por los avances culturales y en comunicación popular que nos diferencian de entonces. El paro, la desconfianza social en el sistema, el descontento generalizado, los intentos de huida de las ratas ante la inminente zozobra, la falta de estadistas, el mal ejemplo de los mediocres y paniaguados como garrapatas en el Estado, y la singular crisis económica española propiciada por unos y otros, al margen de la mundial, nos perfilan un futuro negro e imprevisible. Mientras, me reitero en que los millones de ciudadanos que mantenemos el tinglado atracados por tan variopintos como expropiantes impuestos de estéril destino, nos mereceríamos algo mejor. Lo peor, como tras el 98, es que nos sea indiferente quién eche a la chusma que nos asola.
Las secuencias históricas tienen la recurrente manía de repetirse en las sociedades que olvidan su pasado. Cuando la Restauración alcanzó su máximo grado de ineficacia dando lugar al Desastre del 98, a finales del siglo XIX, inició un declive que duró dos decenios largos hasta desembocar en tal grado de impopularidad que propició la dictadura del general Primo de Rivera; bien acogida socialmente en un principio. De esa dictadura coronada, por la anuencia del rey Alfonso XIII, se pasó a la II República cuando agotó su crédito popular empezando por los intelectuales. De ahí a otro levantamiento militar fallido y la consiguiente Guerra Civil de tan infausto recuerdo. Después, los cuarenta años de Franco y, por fin, mediante una modélica transición pacífica, al régimen actual de democracia parlamentaria con Juan Carlos I al frente. Crisis de confianza Ya en aquel lejano 1.898, los escasos españoles ilustrados en comparación con los actuales, cayeron en una gran depresión anímica y fueron extendiendo la idea del desastre español en amplias capas de la sociedad hasta llevar a su inmensa mayoría a una crisis general de confianza a todos los niveles. La pela es la pela También entonces, de la mano de incipientes fuerzas nacionalistas independentistas, algunas regiones españolas, como Cataluña y las Vascongadas, iniciaron una deriva centrífuga tratando de huir del previsible desastre español. La historia económica nos enseña que mientras tuvieron a mano sus potentes industrias las enormes posibilidades de los mercados coloniales, en el doble sentido de importación de materias primas baratas y exportación de productos manufacturados exentos de aranceles, estuvieron sumamente gustosas en la, hasta ese momento, imperial España. La historia siempre vuelve Y ahora, con todos los matices que se quieran según realidades, visiones e ideologías, estamos en lo mismo. En 2.010, mediante el disparatado, calamitoso y dos veces votado gobierno socialista de Zapatero, el sistema político y social nacido en aquella Transición española que dio origen a la constitución de 1.978, alcanzó también su máximo grado de nepotismo, corrupción, ineficacia e ineficiencia originando un descontento popular que ha ido degenerando en progresión geométrica hasta nuestros días. Por medio, el canto del cisne que supuso el triunfo mayoritario del PP de Rajoy en las generales de finales de 2.011. Como ya hemos reiterado en este blog, si Zapatero fue quien nos estoqueó, Rajoy se está encargando de recetarnos la puntilla. Aquél heredó, en condiciones trágicas todavía no bien aclaradas, un país medianamente rico y envidia de Europa, con todas las críticas oportunistas que ahora queramos hacerle al legado económico de Aznar; y dejó el país en una ruina galopante tras siete años de mandato. Tales circunstancias, le obligaron a unas elecciones anticipadas tras gobernar a la postre contra su confesa utopía socialista. Rajoy, que llegó a representar durante todo el 2.011 la esperanza blanca de una gran parte de la sociedad española, falló desde el instante mismo de ganar por mayoría absoluta al faltarle el coraje y el sentido de estado de dirigirse a la nación diciendo claramente la tremenda situación heredada y los enormes sacrificios que habría que afrontar para salir adelante, incluso a costa de quemarse personalmente en el empeño. Inexplicablemente para muchos, se escondió dedicándose a dar bandazos. Y ahora ya sabemos por qué. Pondrá siempre sus intereses partidistas a los de España y los españoles. Primero fue el interés por preservar sus intereses políticos en las elecciones andaluzas con unas medidas fiscales muy alejadas de su electorado natural y con el retraso adrede de la presentación de los presupuestos de este año. Y ahora es la demora en solicitar el descontado rescate por no perjudicar los intereses de su partido en las próximas elecciones, principalmente las gallegas. Le da igual que la situación económica general se deteriore a pasos agigantados o que la confianza de los españoles en sus dirigentes caiga a su nivel más bajo desde tiempo inmemorial. La aldea catalana Desde mi admiración por los valores del pueblo catalán, podría entender que quisieran hacer de Barcelona y Cataluña el faro de Europa en cultura, en cuestiones sociales, convivencia, ocio, deporte, industria, economía, etc., liderando España. Como de alguna manera tuvieron posibilidades de intentarlo hasta hace veinte años. Pero lo que no puedo entender es que prefieran y luchen por encerrarse en sus fronteras regionales haciendo de Cataluña una aldea con su minoritario idioma en España y en el mundo, sus cien mil normas pueblerinas y su endogamia nacionalista con Mas de monigote, los Pujol muñendo y otros burgueses y socialistas ilustres como Maragall de corifeos. Cuando en Europa se ejerce la supresión de fronteras y se habla de unificar casi todos los resortes del poder económico y político, los independentistas se empeñan en hacer de esa hermosa y admirable tierra una aldea. La falta de grandeza e inteligencia siempre es lamentable. Los catalanes de cualquier tendencia pagarán la factura de su escasa visión de futuro. Esperemos que no, el resto de españoles. El riesgo nacional La historia está para analizarla y sacar conclusiones, y la España actual se parece demasiado a la de primeros del siglo XX en muchos aspectos. Y el futuro llega inexorablemente; solo que ahora más rápido por los avances culturales y en comunicación popular que nos diferencian de entonces. El paro, la desconfianza social en el sistema, el descontento generalizado, los intentos de huida de las ratas ante la inminente zozobra, la falta de estadistas, el mal ejemplo de los mediocres y paniaguados como garrapatas en el Estado, y la singular crisis económica española propiciada por unos y otros, al margen de la mundial, nos perfilan un futuro negro e imprevisible. Mientras, me reitero en que los millones de ciudadanos que mantenemos el tinglado atracados por tan variopintos como expropiantes impuestos de estéril destino, nos mereceríamos algo mejor. Lo peor, como tras el 98, es que nos sea indiferente quién eche a la chusma que nos asola.