Del laberinto al treinta

Publicado el 24 mayo 2014 por Francisco Francisco Acedo Fdez Pereira @Francisacedo
Tal día como hoy hace doscientos años Pío VII entraba triunfal en Roma tras su napoleónico secuestro parisino. Para celebrar el hecho instituyó la Fiesta de Maria Auxilium Christianorum, la María Auxiliadora que tanta devociones levanta, pero si recuerdo todos los años esta fecha no es por la festividad mariana, sino porque hace años que falleció Tía Adela del Amo, hermana de Abuela Candela, demasiado pronto. Los del Amo o mueren pronto o son de un longevo que asustan, de hecho he conocido hasta bien mayor a tíos bisabuelos míos de esta rama. Todos los viernes me iba a dormir a su casa de las Piñuelas, adosada a la muralla, que además de ser una maravilla, tiene una de las vistas más espectaculares de Cáceres. Nos daba a Prima María José y a mí un billete de los de Manuel de Falla de veinte duros para que nos compráramos chucherías mientras veíamos el Un dos Tres, y allá que nos íbamos los dos al quisco de Lindo, ya desaparecido, en la travesía de la GranVía a Pintores y nos poníamos morados porque veinte duros daban mucho de sí. Desde que me daban las vacaciones hasta que nos íbamos a Galicia llegaba todos los años la costumbre de comprar patitos, que dejábamos en su casa en la terraza y que una vez que volvíamos de la playa y nos subíamos al campo. Después de más de un mes los patitos ya habían crecido y no nos hacían tanta ilusión, pero allí en el Cuarterón campaban a sus anchas, siempre y cuando que Pongo, un mastín fidelísimo que me acompañó la infancia y la adolescencia, los veía. De vez en cuando aparecía con un pata de pato asomando por el hocico y Papá hacía que escupiera a la pobre ave mareada de las fauces caninas. Nunca llegó a matar ni a comerse ninguno, puntualizo. Los patos o bien morían ahogados en la piscina, a la que se tiraban de noche, o, si sobrevivían a septiembre, cuando nos bajábamos a la Antilla, se llevaban al campo de Tío Paco Quesada, que allí sí había quien los atendiera todo el tiempo y como el Salto de la Perra (horrendo nombre para una preciosa finca) estaba relativamente cerca, hasta allí nos acercábamos en invierno, dándonos un paseo de casi una hora por caminos y servidumbres, para ver a los patos, que ya no había quien los reconociera. Los amarillos eran blancos, los marrones de colores vivos. Pero teníamos que creernos que eran nuestros patos crecidos. Tía Isabel nos decía que nos lleváramos algún huevo, pero era como canibalismo para nuestras mentalidades, los hijitos de nuestros patos. Otro de los peores tragos, y nunca mejor dicho, era cuando se empeñaba en que bebiéramos leche recién ordeñada o nos daba los calostros, que por entonces me producían náuseas y hoy me encantan. Lo que son las cosas. Los patos que morían, lo digo y confieso, como el resto de animales, los enterrábamos en un cementerio que yo construí y para el cual Tío Jacinto me proveía de mármol para las lápidas. Ya desde niño apuntaba maneras. Cuando vendimos el Cuarterón me dio una pena tremenda dejar allí patos, periquitos, canarios, pollos, perros, gatos, galápagos y qué se yo qué más allí enterrados pensando que nadie iría nunca a verlos o que las excavadoras que construirían aquella urbanización de lujo profanarían sus cadáveres. Debo de tener algún gen egipcio, sin lugar a dudas.Los patos me han encantado desde niño, o mejor, me han fascinado. Cuando ya no podía tenerlos por no tener campo cerca, ni a Tía Adela queme consentía esas cosas, ni edad para andarme con patitos, los substituí por coleccionarlos de mil y una maneras, de madera, de porcelana, y ahí están, mezclados y entremezclados entre otras decenas de colecciones. Parecía que estaba predestinado a ello porque el primer regalo que le hizo Abuela Vicenta a Mamá al hacerse novia de Papá fueron unos cisnes de Lladró (que no es que me Lladró me entusiasme) y que ahora tengo yo en la vitrina de las porcelanas, junto a otros palmípedos, pero como todo está tan abarrotado casi ni se ven. Pero la fascinación por los patos no es mía personal, raro es encontrar una persona a quien no le gusten o le enternezcan, o que pase por un parque, río o lago y se detenga a verlos, mientras que el resto de las aves, a no ser que sean excesivamente llamativas pasan desapercibidas para el comun de los mortales y que me perdonen mis amigos ornitólogos (que son al menos cuatro) por esta afirmación. La fascinación se remonta a la noche de los tiempos, a sus patas palmeadas que nos retrotraen al más antiguo símbolo de la humanidad, esas manos en negativo sobre las rocas que nuestros antecesores en el paleolítico imprimieron soplando pigmentos sobre ellas. Esas palmas abiertas son signo de plenitud, de la conciencia de la humanidad de que la mano es el instrumento divino que poseemos y que nos hace diferentes al resto de animales de la creación. Es una forma de decir aquí estamos, aquí estuvimos y aquí estaremos. Desde el magdaleniense hasta hoy el símbolo se ha repetido por doquier en todas las culturas. Los egipcios introduciendo el jeroglífico de la oca cerca de los cartuchos faraónicos o en el nombre de algunas divinidades, los pueblos nórdicos convirtiéndola en runa después de un proceso de milenios de esquematización, el culto al árbol, especialmente el caducifolio, recuerda los dedos extendido, lo mismo que las raíces. Patos, ocas, cisnes, se han sacralizado en casi todas las culturas.La Reina de Saba, según Jacobo de Vorágine al explicar el origen de la Vera Cruz en su Leyenda Áurea, tenía una pata de oca que acabó convirtiéndose en pie al no querer pisar el puente que sorteaba el Cedrón por haber tenido una visión sobre el futuro del mismo. Ese puente había sido construido con madera procedente de un esqueje del árbol del bien y del mal que nuestros primeros padres sacaron del paraíso y bajo cuyo retoño se enterró Adán y con el cual se fabricaría la Cruz donde el Salvador redimiría al mundo, de tal modo que el mismo árbol que trajo la condena traería después la Salvación para cumplir la promesa de Dios. Esa reina con pata de oca se repite a porfía por Oriente (especialmente en la tradición copta) y por Occidente, marca caminos de peregrinación, topónimos, indica sacralidad, como la indicó la mano negativada, como la indicó el pie de oca, bien evidente, bien camuflado bajo varios velos.Se perdieron los lectores de símbolos con el correr de las centurias, pero algo subsistió en los inconscientes colectivos, sin ir más lejos el cuento del patito feo, o las canciones infantiles tipo “todos los patitos se fueron a nadar” que inculcan en los primeros momentos iniciáticos de la instrucción cultural un acerbo que se pierde en la noche de los tiempos. Quizá Walt Disney al crear a Donald y toda su parentela redescubrió la gallina de los huevos de oro fascinando a niños de varias generaciones y que sus sucesores en esa máquina de crear millones siguen exprimiendo. Pero había sido el romanticismo quien despertó los sueños palmípedos de Europa. Wagner y su cisnes al lado de Lohengrin, del cual, por cierto, descendía Godofredo de Bouillón, fundador del Reino Latino de Jerusalem. Va cuadrando el círculo, o la espiral, que es algo unido a la oca. Esa interrogación del cuello del cisne que tanto fascinaba a Rubén Darío no es otra cosa que la curvatura de lo sagrado. Luis II de Baviera se fascinaría sin remisión por los cisnes, y no sólo por cuestiones estéticas, porque el Rey sabía leer entre líneas curvas e interpretar lenguajes olvidados. En esa espiral subyace el mediterráneo y lo nórdico, lo atlántico y lo oriental, pervivió en los báculos de los antiguos soberanos y se mantiene en el de los obispos, o en los bordones de peregrino que acaban llegando a una meta con más patas de oca en forma de vieira adquiriendo tintes de fecundidad que nos llevan a las orillas chipriotas, y degustando pulpo, el más enigmático ser de las profundidades que fascina por sus ochos tentáculos. Las cosas son más fáciles de comprender de lo que parece, aunque miles de símbolos se me quedan en el tintero, pero esto es un mero ejercicio terapéutico y no una lección de iconografía.Círculos, espirales, es lo primero que nos enseñan aprendiendo a escribir, como si nos remontáramos a la noche de los tiempos, a los primeros esquemáticos petroglifos, junto a la línea vertical, vulgarmente llamada palote, constituyen los dos primeros ejercicios en esa tortura llamada caligrafía (que no sé si se seguirá utilizando) en el que los niños descubren la fascinación por el símbolo escrito. Lástima que no se les descifre el origen y significado de cada letra, porque eso haría el aprendizaje más liviano y se introduciría a la criatura en un mundo simbólico, esto es humano y divino al mismo tiempo, que el racionalismo se llevó consigo, mientras que el cristianismo, que es, no me cansaré de repetirlo, oriental, astral y mistérico, y si acaso algo más, mediterráneo, sacralizó el símbolo en un pelícano, otro palmípedo, que se abre el pecho para alimentar con su sangre a sus crías, viendo en él un símbolo eucarístico que puebla retablos y, sobre todo, sagrarios, donde se custodia en forma de Pan Divino, el cuerpo de Jesús a quien la Iglesia aclama como Pío Pelícano.Pero si en alguna parte se han conservado de modo celoso estos tres elementos, ha sido en el juego de la oca. Algo que parece tan inocente a simple vista, no es sino un modo de camuflar un código encriptado, un viaje iniciático, una gran peregrinación hacia la madre oca que contiene dentro de sí el huevo de la vida, la mandorla mística. Para llegar a ella, a través de una serpiente, que al enroscarse en un báculo nos da un signo algo redundante, ella misma nos ayuda de oca a oca, de puente a puente, o si el destino no nos es favorable nos aguardan el pozo, la cárcel, la muerte... Todo ello con la ayuda del dado, lo rectilíneo, lo humano que se enfrenta a la espiral divina, a ese número fi que está dentro de toda la naturaleza, que marca todas y cada una de las casillas, cuyo número y orden no son un capricho. De este modo conocedores de saberes olvidados intentaron conservarlos y los niños, durante siglos, se han iniciado en ellos, sin saberlo, inconscientemente. Hoy, imagino, que ninguno jugará a la oca y que lo más que sabrán de este animal es que existe una cosa llamada foie que a estas alturas estas bastante democratizada, pero que yo no consumo, porque no están los tiempos para ello, ni mi colesterol, ni mi gota, ni el pensar en las perrerías que les hacen a las pobres para obtenerlo.En el Cuarterón de niños jugábamos a la oca, sin saber que teníamos milenios de sabiduría atávica en nuestras manos, aunque algún libro de la interesante biblioteca de Tía Mariacruz algo dejaba entrever cuando uno ya tenía edad de interesarse por ciertos temas, pero en esa época uno ya no quería jugar a la oca, sino leer los textos de Nag-Hammadi, que por cierto y gracias a un buen amigo de Roma, estoy leyendo en copto ahora con toda la paciencia del mundo y refrescando esa lengua que hace casi veinte años que no tocaba. Apasionante. Subiré al altillo a ver dónde anda el juego de la oca y como Prima María José me ha prometido visita en estas cuitas por las que atravieso le diré si quiere que echemos una partida por los tiempos de los veinte duros en chucherías, de las tardes en el Cuarterón y de los patos que me cuidaba su madre, Tía Adela, una de las personas más maravillosas que he conocido en mi vida.