Lo dice con nitidez el propio Carlos Arniches en el prólogo que escribe para esta recopilación de sus sainetes: “No tienen significación ni importancia artística ni trascendencia literaria. No creo que valga la pena leerlos ni mucho menos conservarlos”. Pero esa nitidez humilde no se acerca, según entiendo, a la verdad, porque la trascendencia literaria no se consigue solamente con obras egregias o rimbombantes, con La Eneida o los Cantos Pisanos o Cien años de soledad, sino también con obras pequeñas, entrañables, humanas, que sepan susurrar al oído o producir en los lectores una sonrisa o una lágrima. Y Carlos Arniches creo que pulsa admirablemente esa tecla en el piano de la literatura. Las piezas breves que reúne en su obra Del Madrid castizo nos dejan un fresco delicioso (y también muy revelador) de las capas más humildes, que vivían o malvivían en aquel rompeolas de todas las Españas, entre chatarra, suciedad, ilusiones loteras y trabajos miserables. Gracias a su oído, tan sensible como respetuoso, Arniches supo plasmar (y así liberar del olvido) las jergas, las emociones, las vestimentas, los insultos, los piropos, las blasfemias y los modos de un segmento social que podría ahora resultarnos invisible si no hubiera mediado el formol de sus letras.
Textos como Los pobres (donde recopila ingeniosos métodos de engaño, para ablandar el corazón de los incautos), Los culpables (que propugna el trabajo como único mecanismo patriótico auténtico), Los neutrales (donde se ironiza sobre el parroquiano que acude a beber alternativamente a tabernas germanófilas y aliadófilas, y mientras lo inviten comulga con las ideas del entorno, porque “como he vislumbrao que aquí hay quien come de la opinión, pues yo bebo”), El zapatero filósofo (quien dictamina que cambiar en Año Nuevo es absurdo, si los demás y el mundo no cambian), Los pasionales (en cuyas páginas arremete con acrimonia contra los hombres brutos que abusan de las mujeres y las amedrentan) y otros de idéntica brillantez pueden ser leídos, en este siglo XXI, con la misma sonrisa y los mismos aplausos que provocaron en su tiempo, porque la humanidad de su mirada no ha perdido ni un ápice de validez.
Hagan la prueba.