El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre: una cuerda sobre un abismo.Friedrich Nietzsche
La película en sí nos muestra una prueba realizada con unos cuantos voluntarios -que en el caso real, dirigido por el profesor Philip Zimbardo en 1971, eran además estudiantes-, quienes de manera aleatoria son distribuidos en dos grupos: guardias y reclusos. A cambio de participar dos semanas en el experimento carcelario recibirán una suma de dinero, debiendo en el proceso actuar con naturalidad y sin sabotear el proyecto. Los guardias deberán pues ajustarse a su rol y mantener el orden (sin emplear la violencia física, se les advierte), y los reclusos ser reclusos. Tanto en el film como en la realidad pronto empiezan a pasar cosas interesantes, ya a partir del segundo día, cuando algunos de los presos empiezan a rebelarse, actuando a cambio los guardias con contundencia, vejando y deshumanizando a sus víctimas. Todos cruzan pronto el límite y pierden la noción de la realidad, los unos llegando a la tortura, los otros aceptando sumisos las órdenes o evitando toda muestra de solidaridad con sus colegas reclusos. El proyecto, pensado para durar catorce días, hubo de ser detenido al sexto.
Existió otro experimento que precedió en casi una década al anterior, el llamado experimento de Milgram, en el que varios participantes hacían de "profesores" y otro individuo, que en realidad era un actor, de "examinado". Al fallar este último alguna pregunta, recibía una descarga, suministrada por el examinador en cuestión, de potencia creciente a cada error. El actor hacía su trabajo y daba muestras crecientes de dolor y de querer abandonar la prueba, llegando a suplicar el cese inmediato de la misma. La mayor parte de los concursantes seguían empero adelante, con dudas tal vez, pero descargando su responsabilidad en el científico que los acompañaba, quien les empujaba a continuar con la prueba (el experimento requiere que usted continúe; es esencial que usted continúe; ¡continúe!, no le queda otra opción) y a ignorar las peticiones del sujeto torturado.
Otra película que probablemente me ha llevado a escribir estas líneas es 'Hannah Arendt' (2012), en la que se habla, al igual que en su conocido libro Eichmann en Jerusalén, sobre la banalidad del mal, esto es, sobre la posibilidad de que cualquier ser humano, sin necesidad de haber presentado antes en su vida una conducta criminal o malvada, sea capaz de infligir daño a otro, especialmente cuando sienta que cumple órdenes o hace algo "necesario" -ya sea para un experimento científico o para el bien de su patria- y que no está en su mano detener. También vi recientemente con mi compañera la película de Angelina Jolie 'En tierra de sangre y miel' (In the Land of Blood and Honey, 2011), que refleja perfectamente la violencia ejercida contra las mujeres en los conflictos bélicos, con especial uso de la violación, arma de guerra tan antigua como la guerra misma. Pues bien, ¿por qué actúa así el hombre?
Hobbes ya decía que el hombre es un lobo para el hombre mismo, lo cual hace vital un Estado fuerte que ejerza la violencia, con cuyo monopolio contará, contra todo aquel que quebrante la ley. Rousseau en cambio defendía que al hombre, bueno por naturaleza, lo pervierte la sociedad, siendo por tanto la misma sociedad, del todo imperfecta, la que genera el crimen que luego pretende punir. Freud aseguraba, ya hablando del individuo, que es el propio yo el que debe reprimir sus pulsiones más básicas -puesto que haberlas, haylas. Podríamos también hablar de Nietzsche, para quien la moral cristiana es el invento hipócrita de los débiles; o del pervertido Dorian Gray de Wilde; o de Meursault, el extranjero en sí mismo de Camus. Podríamos hablar de muchos, pues muchos se han preocupado por el sentido del mal y la moral.
Podríamos aludir también a los juegos de Roma, llenos de sangre y muerte (de los que encontramos una versión ficticia pero tristemente creíble en 'Los juegos del hambre', película que también he visto hace poco), o a la cantidad de público que solía acudir a las ejecuciones públicas; podríamos hablar de tauromaquia, de la pena de muerte, de Wall Street... El mal, el gusto por hacer daño a nuestros congéneres o a otras criaturas, ¿acaso está en nuestro código genético? ¿O lo está el bien; el sentir, como decía Rousseau, piedad al contemplar el sufrimiento de otras criaturas, con las que podemos identificarnos?Ciertamente, no somos los únicos animales que guerreamos: los leones matan a las crías de sus competidores, los chimpancés organizan razzias contra los clanes enemigos, y hasta distintos tipos de hormigas organizan ataques perfectamente articulados contra otras colonias. Somos, eso sí, el animal que ha llevado la guerra a su máxima expresión, y probablemente el único capaz de torturar sin necesidad, por el mero hecho de deleitar a algún ente oscuro que en nuestro interior habita. Quizá ésto sea algo reservado a unos pocos; a los más nos basta con ser conscientes del sufrimiento y la muerte a nuestro alrededor, e ignorarla. "Ojos que no ven -se dice- corazón que no siente". ¡Así consigue el hombre su espíritu insensible!
Sin duda, tenemos corazón, o algún tipo de órgano moral. Sin duda también, muchos lo tienen tan emponzoñado que ya no les late. La pregunta aquí es qué es lo artificial -qué la desviación- y qué lo inherente a nuestra naturaleza humana. ¿Somos despiadados y nos hacemos "morales" según fije la cultura en que crecemos, hasta el punto de no tener derecho a juzgar los sacrificios humanos, la esclavitud o las cruzadas, por responder sencillamente a comportamientos culturales que nos son ajenos? ¿O tenemos la capacidad innata para distinguir lo que está bien de lo que está mal, más allá de lo que establezcan las pautas sociales que nos rodean y acogen en su seno? ¿Acaso la cultura, y con ella toda idea moral, forma parte de nuestra misma especificidad, parte de nuestro ser natural?
Me temo que son todas preguntas imposibles de contestar con certeza. Ahora bien, si la moral, la idea del bien y del mal, nosotros nos la creamos, en nuestra mano está también el poder modificarla, dependiendo para ello de nuestro espíritu de rebeldía o de conformismo, y de cuál alimentemos más.
Saludos