Después de diez años de instrucción judicial y nueve meses de juicio, nadie va a pagar la factura del Prestige. Viendo lo visto, quizá la solución a una injusticia de estas características esté escrita en El cazador de barcos. Claro, no debo destriparlo.
La novela de Scott es la historia de la persecución, tan persistente como agotadora, por parte de Peter Hardin contra el Leviathan. El Leviathan es un superpetrolero que hunde el velero de nuestro protagonista y provoca la muerte de su esposa. A partir de ese momento se inicia la obsesiva caza de David contra Goliat.
Una obsesión que impide a Hardin despistarse con otra cosa que no sea perseguir por todos los mares del mundo al superpetrolero... La crítica contra estos barcos ingobernables es permanente, al igual que los desastres ecológicos que provocan. Son impresionantes los relatos de navegación, la tensa persecución con todos lo peligros que la mar esconde, las maniobras de un velero y la dificultad de ciabogar un petrolero, sólo posible con la intuición de un viejo y cabrón capitán.
Pero hay más: espías que gobiernan el mundo y el amor desbordado de una mujer: “¡Miénteme! Por favor. Dime que me quieres”. La obra es redonda. Yo acabé agotado pero satisfecho. La paciencia, la perseverancia son cualidades imprescindibles para que el talento reviente y se cumplan los objetivos, o los sueños que queda más romántico.
Y sí. Al ver la sentencia del Prestige, me acordé de El cazador de barcos.
Y ahí van unas breves imágenes de una tormenta y un petrolero...