“Si la muerte es inevitable, ¿no habrá sido preferible así?.
“Y cuando empezó a vestirse le invadió una sensación muy vívida y clara de que tomaba un camino distinto del que el Señor le había marcado. Y lloró, al fin”.
“Milana bonita, milana bonita, repetía mecánicamente, y, en ese instante, un apretado bando de zuritas batió el aire rasando la copa de la encina en que se ocultaba”.
Tres novelas. Tres finales de profunda tristeza. Hay un dolor seco en las grandes obras de Miguel Delibes. La certeza de que la vida es un camino de sufrimiento y pérdida. Hoy, cuando el elogio desmesurado oculta al hombre y los políticos fingen pena, quizá has vuelto a Delibes, como yo, soplando el polvo que cubre los libros de bolsillo y papel amarillo, leídos en un Bachillerato que parece tan antiguo como los pueblos desaparecidos de sus novelas.
La pierna rota del servicial Paco, el Bajo. El corazón niño y joven de Daniel, el Mochuelo. Los ojos apagados del viejo pintor con el corazón mutilado. El Delibes escritor sigue vivo en decenas de personajes que hoy vuelven a cobrar vida gracias a las lecturas de miles de personas anónimas. Pero el Delibes periodista, aquel que dejaba ver más su día a día, está oculto en las hemerotecas o en antologías casi perdidas.
Por azar, tengo la suerte de tener uno de esos libros. En “Vivir al día”, que recoge parte de esa obra menor destinada al olvido, la tristeza existencial se difumina y aparece el padre de familia numerosa que se pelea con revisores con galones, el amante del fútbol que lamenta que el Athletic de Bilbao pierda en la Copa de Europa con el Manchester, el cazador de perdices y, sobre todo, el escritor que eligió ser de un pueblo en lugar de conquistar Madrid.
“Pero bueno – me dice, a veces, la gente -, ¿no es usted de Valladolid?” En efecto, uno nació – o le nacieron – en Valladolid, ciudad de la que se siente orgulloso, pero eso no obsta para que a uno, desde pequeñito, le gustase tener su pueblo, siquiera para poder decir: “Allá, en mi pueblo, para ahuyentar los topos, plantan en los huertos un árbol que llaman tártago que es talmente como una verde y gigantesca araña tropical”. Porque es en los pueblos donde nacen las cosas y las costumbres y cada pueblo tiene una cara, y no como las ciudades que todas se asemejan porque todas, incluso las más pequeñas, aspiran a parecerse a Nueva York. Así que Sedano es mi pueblo y no por la casualidad de haber nacido en él, sino por decisión deliberada de haberle adoptado entre mil”.
¡Cuántas cosas explica este párrafo menor de las novelas de Delibes! Preparando estas líneas, he devorado los artículos de “Vivir al día”, escritos entre 1953 y 1967, para descubrir asombrado cómo Delibes habla del cine en 3D – él, con más dominio del lenguaje, le llama “cine en relieve” – y nos recuerda que lo más importante siempre será el argumento, o navega en contra para criticar las victorias de un Madrid galáctico en blanco y negro.
“En las capitales europeas – escribe Delibes en “Campeón de taquillas” - no se dirá ya que un equipo de fútbol español es el más diestro en el arte de patear una pelota, sino el más poderoso en recursos financieros. Un equipo cuajado de “kas” y “uves dobles” y “eses líquidas” no puede representar, me parece a mí, en ninguna parte, el balompié nacional”.
¡Y es un texto de 1958! Cuatro años más tarde, en 1962, Delibes escribió un artículo breve dedicado a Julio Camba. El artículo es un elogio a Camba, pero no hay en él ni una frase vacía, ni un cumplido muerto. Ya sé que Camba, huésped perpetuo del Hotel Palace, solterón empedernido, tiene poco en común con Delibes. Y, sin embargo, creo que estas líneas que D dedica a C pueden leerse hoy como el mejor elogio a la obra del autor de “El hereje”:
“…en una época en que el periodismo, la literatura y la dialéctica venían crecidos, abombados de retórica (…) fue un escritor en estiaje; poco agua pero transparente. Éste ha sido, a buen seguro, su legado”.
13/0/3/10