Él decide entonces que, por esta vez, no vamos a mirar el papel del endocrino, sino que toca regodearnos en el placer más prohibido. Me mira en silencio, apenas una décima de segundo, y coge el cuchillo de piquitos. "Abre la nevera", me dice, "y sácalo". No me lo tiene que decir dos veces, porque ya he comprendido la señal. Abro la puerta, sonrío para mis adentros, mientras Él abre la bolsa del pan y corta, despacio, dos anchas rebanadas a bisel. Le paso el bote de queso fuerte, de Valdeón: queso casi de Cabrales, el que más me gusta. Pero nos lo hemos merecido.
Con un cuchillo de punta roma rebaña bien el borde del bote, y una generosa tajada de queso se desprende, extendiéndola luego por la miga del pan. Ya casi puedo sentir su sabor en mi paladar, fuerte, denso, casi agresivo. "Pero no te acostumbres, ¿eh?", ríe mientras ve cómo me regodeo con el improvisado aperitivo. Chasqueo la lengua dentro de la boca, mientras aplasto una gota de queso dentro de ella y siento que se deshace como mantequilla. Hoy -Hacienda, alumnos hiperactivos, exámenes por corregir, insolencias, papeleo administrativo-, me lo he ganado.