Delirios a bordo de un crucero por el Mar Caribe

Por Viajaelmundo @viajaelmundo

Relax en el Caribe

El barco se mueve con la corriente y se siente un temblor leve, que es constante. Hace unos días se inclinaba hacia la izquierda o la derecha y era necesario agarrarse a la baranda de los pasillos para mantener el equilibrio, pero a veces, cuando no estabas en el pasillo, tenías que colocar la mano en la pared o en la persona que tenías al lado o dar ese traspiés en soledad, esperar dos segundos y caminar de nuevo. En el piso catorce ese vaivén se sentía más que en otro lugar; entonces venía el mareo y luego, ocupabas la mente en otra cosa o continuabas la conversación como si nada. Quizá, el único otro sitio donde el mareo volvía era si estabas dentro de la piscina; era mejor sentarse en la orilla que tener el cuerpo dentro del agua salada. De todas maneras, que el barco se mueva es algo inherente a la travesía; algo que se conversa solo por la costumbre de tener los pies sobre la tierra.

Por eso, cuando estábamos caminando por Cartagena y nos alcanzó el mareo, nos pareció algo extraño. El bamboleo había desembarcado con nosotras en la ciudad, caminó por el casco antiguo por varios horas y solo se fue después de probar el jugo de fresa, de mora o el de maracuyá que nos pusieron al frente. En un día y medio apenas, el cuerpo había entendido que necesitaba la incertidumbre del mar, tan amplio, tan azul oscuro, con su profundidad absoluta.

Nunca había estado en un crucero. Me inquietaba mucho la idea de estar tanto tiempo en el miedo medio de la nada (curioso lo que uno puede llegar a escribir) y porque, en realidad, no me llamaba. Porque a mí los viajes me llaman. Por eso, no deja de ser ¿irónico? que hoy esté escribiendo esto sobre el mar en no sé que parte del Caribe y al frente de una mesa que está llena de colores, stickers, folletos para recortar, washi tapes, tres caipiroskas y una copa de vino tinto.

El primer atardecer desde el Monarch


Me quería traer los balcones de Cartagena en la maleta


y los colores de Getsemaní, también en Cartagena

Me cuesta un poco la perspectiva. Lo he notado desde hace tres o cuatro viajes atrás. Escribo mientras viajo y luego esas anotaciones dejan de ser datos sueltos para ser ellas el viaje en sí. Me siento incapaz de contar otra cosa que no haya fijado en el papel en ese momento, como si reposar el viaje me quitara las palabras. Eso no me pasa siempre, pero me pasa ahora. Así que recordar la travesía en el barco, me traslada a momentos precisos, a sabores, al calor, el olor de la comida, la alarma de simulacro de evacuación. Y no sé contarlo de otra manera.

Por ejemplo, me viene a la mente la corredera ese domingo cuando el barco tenía que salir desde Colón, en Panamá. Mi vuelo desde Venezuela se había retrasado cerca de dos horas y el grupo con el que me debía encontrar tuvo que salir primero. Cuando el señor que me esperaba en el aeropuerto de Tocumen me vio, alzó los brazos en señal de alegría y me apuró a subirme a un carro que tardó una hora en llegar al puerto. Me quedé dormida en parte del trayecto, pero cuando me bajé agitada, corriendo, un alguien llamó a otro alguien para decirle que ya la última blogger había llegado. Me dieron unos papeles que debía llenar antes de embarcar, me señalaron una fila que debía hacer y cuando, al fin, después de casi una hora y media allí me dijeron cuál sería mi cabina y por dónde debía entrar, alguien me saludó y me dijo: “tú eres Adriana, al fin, eres la última”. Y desde ese momento fui la última en todo: en activar la tarjeta, en comer, en encontrarme con el grupo, en ver el baúl con chocolates que habían dejado sobre la cama en mi cabina, en entender que a las dos de la tarde había un simulacro de evacuación por si se presentaba alguna emergencia, en saber dónde tenía que buscar mi chaleco salvavidas y a qué cubierta tenía que salir. Me tomó cerca de tres horas dejar de ser la última. Ya después, no tuve que correr más.

[El único día que tuve que correr otra vez fue cuando jugamos el Pullmantur Go, una versión de Pokemon Go en pleno barco, que nos hizo ir tras  las pistas por todos los pisos entre risas y jaleo. Al terminar, celebramos con cervezas y caipirinhas porque había sido divertido y caluroso. Y corrí una vez más el día que desembarcamos en Colón para no perder el vuelo de vuelta a Venezuela, pero lo perdí de todas formas]

El día que comí sola, por anda de última


Mi cabina, mi guarida con vista al mar

La vida sobre un barco es como estar atrapados en una ciudad pequeña que siempre tiene vista al mar. Una ciudad flotante con sus propias avenidas, leyes, decisiones, luces. En fin. Funciona bien una vez que entiendes su mapa: la cubierta 11 te lleva a la piscina y al buffet del desayuno, desde ahí subes un piso y llegas a The Waves y su privacidad -porque solo puedes entrar con una tarjeta que nosotras, afortunadas, teníamos-; sabes que en el 14 está un bar y que debes bajar a cenar en el piso 4 en el grupo que te corresponde. En el 7, la disco; en el 5, las compras y el casino. Y así, te lo aprendes. La ciudad sobre el mar se vuelve parte de ti y no lo adviertes.

Moverte dentro del barco comienza a ser muy natural; ya no te agarras a la baranda del pasillo por el mareo, conversas con el panameño que limpia tu cabina todos los días y sabes que está casado con una venezolana, sabes cuál es el pasillo que te lleva a tu habitación porque el extintor colgado en la pared te sirve de guía porque, a fin de cuentas, todos los pasillos son iguales; no usas el ascensor para subir o bajar dos pisos, te asomas a la piscina, pides una toalla, la devuelves, tomas sol, ya no, pides un trago, comes yogurt con frutas, yogurts sin frutas, frutas solas, unas berenjenas con mucho ajo que no habías visto, donuts a cualquier hora, pizzas con poca sal a las que les pones pimienta, ves a la gente bailar al borde de la piscina, pides piñas coladas con alcohol, sin alcohol. Tus preocupaciones se reducen a saber qué comerás en la cena, cuál actividad vas a ver, qué harás en los sitios al desembarcar, qué canción vas a bailar, qué postre vas a comer e incluso a tratar de decidir o no, si vas a ir un día al gimnasio a que te hagan un estudio de tu huella dactilar gratis.

Sobre un barco la vida entra en pausa. Y más si ese barco va surcando el Caribe porque la promesa del Monarch -así se llama el buque de Pullmantur en el que estábamos- era que nos llevaría desde Colón, en Panamá, a Cartagena en Colombia y a Oranjestad en Aruba, para después volver sobre lo navegado. Todo en una travesía de seis días y cinco noches que se nos hicieron cortas, porque a uno le inquieta la idea de estar tanto tiempo sobre el mar, pero después se inquieta porque lo van a alejar de él. Lo cierto es que justo cuando ya no te importa el mareo y te has acostumbrado, toca ya bajarte del barco, y dejarlo y despedirte de él diciéndole adiós con la mano. Y aunque te bajes, el barco se queda contigo aunque no quieras, porque el vaivén te acompaña esa noche y varias más hasta que vuelvas a ser consciente que estás en tierra, que el barco se fue con toda su comida y bebidas a bordo, sin ti.

Desde el piso 12, con vista a la piscina y el Caribe entero


Un cafecito en medio de las tiendas


Cuando aún no teníamos acceso a The Waves, nos tocaba ver esa comodidad de lejos


La playa en la que nos bañamos en Aruba


El Monarch en Aruba

Así que anoté en mi libreta, por algún lado, que seis días habían sido suficientes para desterrar mi teoría sobre el miedo a estar tanto tiempo sobre el mar. No sentí angustia, no me aburrí, me entregué al Caribe y sus vericuetos, a los atardeceres largos vistos desde cualquier cubierta. Varias veces me asomé desde algunos pisos muy altos a ver el mar. Buscaba delfines, pero nunca los vi y solo una vez solté griticos locos al ver peces voladores que, desde donde yo estaba, se veían mínimos y rápidos. Varias veces, también, la vista se me iba hacia el horizonte, a ese azul por todos lados como único paisaje. De noche, era incapaz de asomarme; suficiente con saber que abajo todo estaba oscuro y se movía.

Una noche, durante la cena, no pudimos tener mejor tema de conversación: “¿qué tan grande es el Titanic?” No sé, pero lo supimos cuando buscamos aunque ya no lo recuerde en este instante. El camarero encargado de nuestra mesa dudó cuando le preguntamos cuánto medía el Monarch, pero fue a preguntar y vino con la respuesta exacta. Ah, es casi tan grande como el Titanic. ¿Cuándo fue que se hundió? ¿De dónde era que venía? Se hundió de noche, como ahora. Busca allí cuántos botes habían, aquí hay más. Mira lo que dice aquí. A veces la vajilla tiembla sobre las mesas, ¿te imaginas todo lo que habrá temblado ese día? De noche, el Titanic, el Monarch, el mar oscuro. Cuando nos trajeron el postre, habíamos dejado la conversación atrás, pero solo porque nos distrajimos con aprendernos los nombres de peces que viven a mucha profundidad en los océanos. ¿Cuánto será la mayor profundidad que exista? No sé. Busca. Por eso fue que supimos que era poco más de diez kilómetros el punto registrado como el más profundo del planeta y que James Cameron -el cineasta- el único hombre que ha llegado hasta allá (¿?) Esa noche el techo entero tembló y se lo atribuimos a que los entusiastas del piso cinco habían celebrado un gol de Colombia contra Paraguay con bastante algarabía, pero al día siguiente supe que había tormenta eléctrica y que ese temblor había sido un trueno largo y pronunciado.

A uno le da tiempo de preguntarse cualquier cosa sobre el mar. ¿A qué velocidad va el barco? Se mide en nudos y depende de la corriente. Eso nos lo contaron cuando nos dejaron entrar a la cabina de mando con todos sus controles, mapas y anotaciones del tiempo. Me quedo mucho rato mirando el radar porque los otros cinco GPS no los entiendo, pero este sí porque muestra dónde están otras embarcaciones. Miro el radar, miro el mar. Miro el radar, miro el mar. El día está despejado, pero esos otros barcos están muy lejos para darles un vistazo. Veo los mapas y los toco con cuidado, como si rozarlos muy fuerte fuese a cambiar la ruta del barco. No sé qué miro en los mapas, pero me gustan. El capitán es griego, digo en voz alta así de repente, a lo loco. Al salir de allí, pienso que me hubiera gustado ver las cocinas y recuerdo que justo al frente de mi cabina había una puerta que llevaba a las máquinas del barco, o a otros atajos. ¿Cómo sería ver las máquinas? Pienso en una película que me gusta y se llama “La leyenda de 1900” y en cómo hacían operar ese barco con carbones. Ahí abajo no debe haber carbones. ¡Quiero ver las cocinas!

¡Me encantan los mapas!


y otro atardecer

Ahora que lo pienso, no sé porqué me resistí tanto a la idea de estar en un crucero. Es otra manera de viajar, claro. Una que dista mucho de mi concepto de viaje, pero tan válida como cualquier otra. Son pequeñas vacaciones dentro del viaje, el descanso impuesto aunque haya ruido a todas horas, la fortuna de preocuparte por cualquier otra cosa, de conversar lo que sea, en el orden que sea, a la hora que sea. Es estar en el mar, y cualquier cosa que tenga que ver con él, será bueno, necesario y aleccionador.

Nosotras, en Cartagena

PARÉNTESIS. Gracias a Pullmantur por la invitación a esta travesía por el Caribe, que me quitó los prejuicios de andar por ahí en crucero y que me juntó con Laura, Aniko y Maru para convertirnos en las #chicasdecrucero Gracias, también, por la pulserita negra total pack que nos dejaba comer y tomar todo lo que quisiéramos (todo un peligro) y que solo cuesta 10$ por día como costo adicional si vas a pagar por el crucero. Revisen sus rutas, embárquense en una aventura como esta. Aunque sea una vez.