Demasiado nunca: casi una no historia de desamor

Publicado el 30 noviembre 2017 por Eowyndecamelot

Aquí tenéis un relato de un género que no suelo tocar. No seáis muy duros contigo. O mejor, sí, sedlo si procede. Los comentarios negativos también son enriquecedores… casi tanto como el sueldo de un banquero. Bueno, y sin más dila(ta)ción…

Ella tuvo que leer dos, tres veces, el mensaje de Guatsap antes de comprender lo que sucedía. E incluso después de haberlo hecho necesitó bastantes segundos para que su cerebro aceptara que lo improbable se había convertido en real. Releyó una cuarta vez el texto para cerciorarse de nuevo de que no se trataba de una alucinación.

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Hola, soy Rubén. Mira, el miércoles estaré en Barcelona. Llegaré a las 15.17 a la estación de Sants. Sé que sería pedirte mucho que me recojas en la estación, pero me pregunto si podríamos vernos el jueves o el viernes, cuando te vaya bien. Hay algo que quiero decirte.

No entendía nada. ¿Por qué, tan repentinamente, y después de más de 10 años? Era extraño, además, que él hubiera guardado su teléfono. Incluso ella no estaba segura de que pudiera encontrar el suyo. En algún momento, creía recordar, introdujo en su ordenador de entonces los contactos que se habían repartido el día de la despedida del grupo de colaboradores, pero le resultaba imposible adivinar en qué carpeta escondida en el último de sus discos duros internos o externos se hallaba ahora: era una información que, desde hace tiempo, sabía positivamente que no iba a necesitar nunca.

Hizo un repaso rápido de su agenda mental. El miércoles tenía ensayo por la mañana y actuación por la noche; al mediodía y a la tarde, nada. Un momento… ¿no había quedado para comer con su representante? No, eso sería el jueves. Contestó al mensaje.

No hay ningún problema. El miércoles puedo estar a las 15.17 en la Estación de Sants, al lado de la consigna. Será agradable vernos después de tantos años.

Se vieron casi simultáneamente, justo cuando ella acababa de despedir a un joven que la había reconocido, a pesar de las gafas de sol. Hacía tiempo que había tenido que prescindir de sus paseos por la ciudad, y no salía de casa sin recurrir a la rapidez y a la sencillez de aparcamiento que le procuraba su moto, y al anonimato que le brindaba el casco. Él alzó la mano para saludarla. Mientras se acercaba, ella constató que había adelgazado, aunque seguía siendo un hombre grande; tal vez solamente había envejecido. Su cabello, que nunca había destacado ni por su color, ni por su calidad, ni por su brillo, al menos no había raleado ni encanecido visiblemente. Al igual que ella, nunca había sido cuidadoso en el vestir, pero ahora su ropa pedía a gritos un repaso exhaustivo, por no decir una renovación total. La mirada de sus ojos, de su radiante intensidad vital de aquellos tiempos, aún conservaba una luz de esperanza, y su sonrisa contagiosa de dientes torcidos ahora asomaba con timidez, casi sin fuerzas.

-Hola –le dijo, cuando estuvo ante ella. Sólo eso, eso y una mirada profunda, con una sonrisa en que una sombra parecía velar la ilusión. Una de las puertas automáticas de la estación se abrió al paso de un viajero, y una bocanada de aire que trajo los 3º del exterior le hizo estremecerse de frío.

-¿Tienes hambre? ¿Quieres que vayamos a comer algo? –él negó con la cabeza, sin dejar claro a cuál de las dos preguntas, o a ambas-. Al menos vamos a tomar un café. Tienes cara de frío. Llevas tanto tiempo viviendo en la Ciudad Eterna que el clima de Barcelona debe de parecerte glacial.

Repitió su negativa gestual.

-Te parecerá extraño, pero ni para eso me llega –amagó registrarse los bolsillos-. Estoy arruinado.

-¿Y dónde está el problema? Invito yo –insistió ella-. No me vendrá de eso

No. Realmente no le vendría de aquello. Ni de otros muchos aquellos. Ahora.

Él negó de nuevo, en silencio.

-María –dijo al fin-. Hay algo que quiero pedirte. Quiero empezar con buen pie contigo. Después, y según lo que decidas, haré lo que tú quieras.

Ella le miraba desconcertada, sin entender aquel súbito y desaforado orgullo. Al final, le hizo un gesto en dirección a la salida.

-Ven conmigo.

La amplia avenida de la estación transcurría sobre un ramillete de callejuelas. Entre el Parc de l’Espanya Industrial y la Carretra de Sants, una escalera conducía a ellas. Ésta desembocaba en una plazoleta diminuta, donde había un único banco, con vistas a una pared. Allí fue donde ella le condujo.

-Aquí me reunía, hace muchos años, con un chico a quien quise mucho. Él nunca me correspondió y, obviamente, un día tuve que dejarlo correr. Pero… dime, Rubén: ¿qué es lo que te ha ocurrido?

Sentado en el banco, con las rodillas ligeramente abiertas y el cuerpo apoyado en ellas, sobre los brazos cruzados, él comenzó su historia.

-Es difícil saber si fue así como empezó, o tal vez lo que sucedió después pasó por casualidad. Si es así, sería una nueva manifestación del tópico, tan verdadero por otra parte, que afirma que tu vida puede cambiar en sólo un segundo. Sabes que a mi mujer, siempre le gustó escribir…

Ella asintió con la cabeza.

-No era más que una afición, pero, de pronto, un día, decidió tomárselo en serio. Y le fue bien. Comenzó a recibir comentarios elogiosos en las redes sociales, participó en antologías… Empezaron a surgirle, de no se sabía bien dónde, una serie de amigos, de sexo masculino en su mayoría, que se hacían leguas de lo maravillosa que era, como mujer, persona, artista… No fue inmediato, pero andando el tiempo sentí que yo estaba dejando de resultarle interesante. Y no fue una apreciación sin fundamento.

-Pero… -quiso rebatirle ella. Él la hizo callar con un gesto amable.

-Es cierto. Incluso me lo dijo, aunque suavemente, claro.

Pensó en la hermosa Lidia deshaciéndose en el contenedor, con la mayor desfachatez del mundo, de lo que ella consideraba un tesoro, un tesoro que habría dado la vida por reciclar: definitivamente, un sangrante ejemplo del actual desaprovechamiento de recursos.

-Creí que podría superarlo. De hecho estaba seguro de que así sería – prosiguió él-. Pero al día siguiente fui a trabajar al laboratorio y cometí un error. Un error muy grave. Un error… que tuvo consecuencias… trágicas.

Se hizo un silencio preñado de desolación.

-Me despidieron, y no volví a encontrar trabajo. Lidia me dejó, aunque ya lo tenía decidido desde mucho antes. Mis escasos ahorros y mi parte de la venta de la casa se gastaron en la pensión de las niñas. Así que pensé en volver a mi país, aunque a una ciudad distinta, para empezar de nuevo. Desde una profesión nueva, renunciando a todo lo que conseguí en mi campo de investigación. Ya estoy resignado a ello.

Ella esperó, con la mirada fija en el infinito. Preveía que estaba a punto de llegar el punto culminante.

-¿Quién es el hombre que se despedía de ti cuando llegué?

Suspiró. No esperaba tener que llegar a explicarlo.

-Era la primera vez que lo veía. Sólo es alguien que me ha reconocido.

-¿Reconocido? –inquirió él.

A regañadientes, ella continuó.

-Grabé un disco. Actúo en un par de locales de Barcelona de manera más o menos fija, y hago algunos bolos fuera. No tengo una legión de seguidores, más bien una pequeña minoría, pero esa minoría a veces se manifiesta… Bien, si lo que querías saber es si hay alguien en mi vida, la respuesta es no.

Él se volvió a mirarla. Su sonrisa era evocativa, devastadora…

-Siempre supe que lo lograrías, a pesar del triste panorama actual de la música –y, después de una instante-. Recuerdo tu voz, aquella noche, en el hotel de Bombay…

Ella también recordaba. Nunca había visto aquella mirada en los ojos de nadie. Algo, por otra parte, sorprendente, sabiendo lo que llegó después. Él continuó, como leyéndole el pensamiento.

-María, entonces tuve miedo. Me aterrorizaba tomar lo que tú me ofrecías y equivocarme, porque tenía mucho que perder. Ahora ya no me queda nada. Aún conservo algunos amigos, un lugar donde quedarme en Barcelona para rehacer mi vida, pero nada más. Y he venido a ti porque sigo siendo un cobarde.

Ahora, ella giró todo el cuerpo en dirección a él. Le cogió la mano entre las suyas. Aquella mano cuyo tacto sólo había disfrutado una vez. Y así, sintiendo su calor, le dijo:

-Te olvidé, Rubén. Tú no me diste ninguna opción y el dolor era demasiado fuerte. Tuve que hacerlo para seguir adelante, ¿comprendes? Y ahora… y ahora ya no puedo dar marcha atrás.

Era cierto, pensó, más tarde, mientras abría los ojos. Le había olvidado. Por fuerza.

Pero también, aquello era lo único cierto de aquella historia.

Por ejemplo, él nunca había tenido miedo. Sencillamente, el patético enamoramiento de ella no había significado ninguna diferencia en la vida de él. Difícil que alguien como ella pudiera a aspirar a alcanzar el nivel de belleza, inteligencia, éxito, de Rubén y de su esposa.

Tampoco creía que él hubiera fracasado. Al principio, los buscaba en las redes sociales. Primero fue una manera de calmar el dolor. Luego, sencillamente, lo hacía por curiosidad. Era cierto que en los primeros tiempos aparecían sin cesar, mostrando insultantemente su felicidad al mundo. Luego dejaron de hacerlo. Pero ella no creía que aquello se debiera a ningún hecho traumático. Probablemente, sólo se cansaron.

Hay gente que camina por su vida y sus pasos son sencillos, sobre una superficie esponjosa, se dirijan a donde se dirijan. Hay gente, en cambio, que no vive: nacen muertos y van muriendo un poco cada día, hasta la desaparición final. Todo esto ella lo sabía muy bien.

Para ella, nada había cambiado en 10 años. Si acaso, sólo a peor. No era más guapa que entonces, evidentemente, y se sentía vieja, y tal vez ya lo era. Las oportunidades de conseguir algo, algo, lo que fuese, se agotaban a pasos agigantados, se agostaban como rosas en el desierto.

Le había amado sin conocerle, sin razón tal vez, leyéndole como a uno de esos libros cuyas solapas estudias en las librerías y de pronto, sin más, comprendes que están contado la historia de tu vida. O la historia verdadera de lo que habría podido ser tu vida. Y necesitas que te pertenezcan

O tal vez fue la mirada de radiante intensidad de sus ojos, o aquella sonrisa contagiosa de dientes torcidos, que decían: Vive. No hay nada lo suficientemente espantoso que te lo pueda impedir. Pero eso tampoco era cierto.

Era igual… Nada había servido de nada.

Se levantó, dispuesta a hacer frente, como siempre, a las obligaciones de su día, mientras miraba aquella casa desmantelada que no sabía hasta cuándo podría conservar. Se volvió hacia la cama, y le dijo: Hasta la noche, mi querido Rubén. Qué pena que mi único consuelo sea soñar con un hombre que ya he olvidado. Y añorar un tiempo en el que tampoco fui feliz.

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