A la luz del activismo ciudadano de la juventud chilena, organizada para vindicar una educación de calidad y un futuro, me pregunto qué hicimos mal la generación precedente a los jóvenes españoles para que éstos se instalaran cómodamente en la indolencia política y el infantilismo. La sociedad de consumo y el proteccionismo familiar inoculan en nuestra juventud la pasividad y una concepción de la felicidad cortoplacista. La preocupación por la política entendida ésta como defensa de los intereses colectivos tuvo una tímida expresión en el movimiento 15-M, pero con el tiempo se desinfló y demostró que se trataba de una manifestación estacional, ligada a la permanencia de los campamentos, y cuya finalidad era más estética (un happening autocomplaciente) que ética; una declaración de intenciones que expresaba emociones y deseos sin narrativa más que ideas sólidas con las que establecer una presión social sobre determinadas acciones políticas. El 15-M demostró que la juventud española podía salir a la calle y organizarse en movimientos sociales, pero su desafección política la condujo pronto a un callejón sin salida, la dispersión y la concentración en grupos residuales de corte libertario y anarquista que pretenden desestabilizar el sistema político más que reformarlo y dotarlo de una nueva eticidad.Uno de los responsables directos de esta desafección política son los propios partidos políticos, blindados en cortijos oligárquicos que practican con indolencia el nepotismo y el despotismo ilustrado. Ningún joven -a no ser que venga arengado por su familia o algún colega militante- encuentra en un partido político una acogedora casa común donde dar salida a sus inquietudes sociales. Cuando un joven militante llega por primera vez a la sede política de su ciudad, descubre muy pronto que su actividad se ceñirá a ser un mero peón electoral y un ítem estadístico. Las sedes políticas no invitan a participar. Quien se une a un partido, descubre que debe escalar a base de alianzas impostadas, amigos con poder que le reserven un lugar en la secta, pero escasamente a través de proyectos colectivos consensuados, en los que se hace partícipes a todos y cada uno de los militantes. A esto hay que sumar las evidentes deficiencias de la imagen pública que transmiten los partidos políticos y su débil modelo de imbricación social, que alimentan la idea de que la democracia se reduce a un esqueleto formal, reducido a la presencia cuatrienal en las urnas, y no al capital social que supone una ciudadanía responsable de su propia convivencia.Pero no son los políticos los únicos responsables de esta inercia hacia la desafección política. Las instituciones educativas y el entorno familiar pueden también contribuir a mejorar o debilitar la sensibilidad social de los jóvenes. La escuela, por mucho que la moderna pedagogía democrática haya intentado convencer en teoría de las ventajas de su modelo participativo e inclusivo, en la realidad docente sobreviven aún las viejas metodologías individualistas y cuantificadoras de las competencias de aprendizaje. El uso extensible de las nuevas tecnologías, que debiera haber domesticado estos defectos, en muchos casos los ha intensificado, desocializando la enseñanza y aislando a los alumnos. El modelo educativo se mimetiza en la sociedad en la que se inserta, reproduciendo fielmente sus defectos y virtudes. La implicación social del alumno en el entorno educativo es deficiente. Los delegados de aula no ejercen ni saben cómo hacerlo; los Consejos Escolares, máximos órganos democráticos de un centro educativo, funcionan bajo mínimos, alentados por la escasa implicación de los padres en la vida escolar. Padres y alumnos creen que implicarse políticamente en la mejora de la educación es perder el tiempo. Educar no implica solo obtener del menor un grado óptimo de autonomía intelectual. Debe incluir también la experimentación en modelos de convivencia que les preparen para ejercer su rol de ciudadanos, críticos y activos, corresponsables no solo de su futuro, sino también del devenir colectivo. La democracia es un músculo que requiere ejercicio; su desuso lleva irremediablemente a la hipotrofia. Los adultos debiéramos hacer un acto de reflexión personal acerca del grado de responsabilidad que tenemos en el fenómeno de desafección política de nuestros jóvenes. Cómo hemos contribuido a hacerles pensar que ya no merece la pena disentir, que es mejor esperar a que todo mejore por ciencia infusa; que la sociedad no es un proyecto de convivencia, sino una selva darwiniana en donde cada cual debe buscarse la vida y medrar a costa de otros, en donde vale más ir por libre que cooperar y edificar entre todas y todos nuestro futuro común.Ramón Besonías Román
A la luz del activismo ciudadano de la juventud chilena, organizada para vindicar una educación de calidad y un futuro, me pregunto qué hicimos mal la generación precedente a los jóvenes españoles para que éstos se instalaran cómodamente en la indolencia política y el infantilismo. La sociedad de consumo y el proteccionismo familiar inoculan en nuestra juventud la pasividad y una concepción de la felicidad cortoplacista. La preocupación por la política entendida ésta como defensa de los intereses colectivos tuvo una tímida expresión en el movimiento 15-M, pero con el tiempo se desinfló y demostró que se trataba de una manifestación estacional, ligada a la permanencia de los campamentos, y cuya finalidad era más estética (un happening autocomplaciente) que ética; una declaración de intenciones que expresaba emociones y deseos sin narrativa más que ideas sólidas con las que establecer una presión social sobre determinadas acciones políticas. El 15-M demostró que la juventud española podía salir a la calle y organizarse en movimientos sociales, pero su desafección política la condujo pronto a un callejón sin salida, la dispersión y la concentración en grupos residuales de corte libertario y anarquista que pretenden desestabilizar el sistema político más que reformarlo y dotarlo de una nueva eticidad.Uno de los responsables directos de esta desafección política son los propios partidos políticos, blindados en cortijos oligárquicos que practican con indolencia el nepotismo y el despotismo ilustrado. Ningún joven -a no ser que venga arengado por su familia o algún colega militante- encuentra en un partido político una acogedora casa común donde dar salida a sus inquietudes sociales. Cuando un joven militante llega por primera vez a la sede política de su ciudad, descubre muy pronto que su actividad se ceñirá a ser un mero peón electoral y un ítem estadístico. Las sedes políticas no invitan a participar. Quien se une a un partido, descubre que debe escalar a base de alianzas impostadas, amigos con poder que le reserven un lugar en la secta, pero escasamente a través de proyectos colectivos consensuados, en los que se hace partícipes a todos y cada uno de los militantes. A esto hay que sumar las evidentes deficiencias de la imagen pública que transmiten los partidos políticos y su débil modelo de imbricación social, que alimentan la idea de que la democracia se reduce a un esqueleto formal, reducido a la presencia cuatrienal en las urnas, y no al capital social que supone una ciudadanía responsable de su propia convivencia.Pero no son los políticos los únicos responsables de esta inercia hacia la desafección política. Las instituciones educativas y el entorno familiar pueden también contribuir a mejorar o debilitar la sensibilidad social de los jóvenes. La escuela, por mucho que la moderna pedagogía democrática haya intentado convencer en teoría de las ventajas de su modelo participativo e inclusivo, en la realidad docente sobreviven aún las viejas metodologías individualistas y cuantificadoras de las competencias de aprendizaje. El uso extensible de las nuevas tecnologías, que debiera haber domesticado estos defectos, en muchos casos los ha intensificado, desocializando la enseñanza y aislando a los alumnos. El modelo educativo se mimetiza en la sociedad en la que se inserta, reproduciendo fielmente sus defectos y virtudes. La implicación social del alumno en el entorno educativo es deficiente. Los delegados de aula no ejercen ni saben cómo hacerlo; los Consejos Escolares, máximos órganos democráticos de un centro educativo, funcionan bajo mínimos, alentados por la escasa implicación de los padres en la vida escolar. Padres y alumnos creen que implicarse políticamente en la mejora de la educación es perder el tiempo. Educar no implica solo obtener del menor un grado óptimo de autonomía intelectual. Debe incluir también la experimentación en modelos de convivencia que les preparen para ejercer su rol de ciudadanos, críticos y activos, corresponsables no solo de su futuro, sino también del devenir colectivo. La democracia es un músculo que requiere ejercicio; su desuso lleva irremediablemente a la hipotrofia. Los adultos debiéramos hacer un acto de reflexión personal acerca del grado de responsabilidad que tenemos en el fenómeno de desafección política de nuestros jóvenes. Cómo hemos contribuido a hacerles pensar que ya no merece la pena disentir, que es mejor esperar a que todo mejore por ciencia infusa; que la sociedad no es un proyecto de convivencia, sino una selva darwiniana en donde cada cual debe buscarse la vida y medrar a costa de otros, en donde vale más ir por libre que cooperar y edificar entre todas y todos nuestro futuro común.Ramón Besonías Román