Aquí adentro no se ve nada, ni tampoco le ven. Es invisible el eremita Rodolfo. Tan sólo cuando dibuja en el cielo estrellas amarillas y nubes rosas de algodón conoce el mundo de su existencia. Lleva media vida dentro del cráter, dentro del volcán, oculto e ignoto, parapetado tras una barrera infranqueable y un nombre postizo que desvía la atención hacia asuntos mundanos ajenos a su persona. Las palabras que flotan libérrimas en el viento las ha tomado prestadas Rodolfo para escribir mil poemas y el estribillo de una canción. Ojos desconocidos tratan de averiguar quién es el hombre tras la silueta de hielo, quien se guarece de ovaciones y clamores laudatorios tras un nombre fabricado en la factoría de sueños de su imaginación.
Afuera hay un rugido incognoscible que grita su nombre. Hablan esas voces extrañas de novelas y composiciones literarias suyas que han comenzado ya a poblar los límites del cielo, edificando templos con jardines incluso más allá del universo conocido. Rodolfo sólo ha pedido un deseo a las musas que le conceden cada día el milagro de la inspiración: ¡Dejadme ser invisible! Les dice exasperado, pero las musas no le escuchan, no atienden a sus ruegos. Su cabeza está llena de diálogos desconocidos, rostros bellos y protervos, personajes idealizados, fantasías rocambolescas y mundos imaginarios donde la vida y la muerte son indistinguibles, pues caminan por raíles paralelos que no cesan de juntarse.