Dentro (VI: Confusión)

Publicado el 11 septiembre 2020 por Ildefonso67

RELATO CORTO ESCRITO DURANTE EL CONFINAMIENTO Y RETRATO DE UNA SOLEDAD CADA VEZ MÁS COMÚN EN NUESTRAS CIUDADES. SEXTA ENTREGA DE SIETE.

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Pasillo de una sala de emergencias en un hospital

Cuando un día es igual al anterior y al siguiente, resulta difícil recordarlos por orden. Por eso a Miriam le costaba precisar el momento en el que Amanda comenzó a sentir los primeros síntomas de la enfermedad, el leve pero creciente dolor de cabeza, el malestar general, la tos seca… “Me temo que el jodido virus me ha encontrado, por mucho que haya querido esconderme. Eso es por tener la puerta abierta todo el día”, bromea la mujer.

Miriam es decidida. No cruzó el océano dejado atrás a su hija para arredrarse ahora por un bicho al que ni siquiera puede verse, así que le ordena a su amiga que se vista para plantarse en el hospital. De esta manera, después de meses sin poner pie en el exterior, Amanda traspasa el umbral de su portal y vuelve a integrarse durante unos escasos segundos en el reducido tránsito que permite la orden de confinamiento general. En cincuenta pasos están en la sala de urgencias, que está aterrada de gente.

Amanda se reconoce a sí misma, no sin cierta sorpresa, que no está tan asustada como habría imaginado

Amanda se reconoce a sí misma, no sin cierta sorpresa, que no está tan asustada como habría imaginado, porque había dado por hecho que interpretaría esta escena sola, y sin embargo finalmente la representación ha llegado con una compañera en el escenario, a la que ahora no se quiere agarrar para evitar contagiarla. Desde el asiento que ocupa le reitera que se aleje un par de metros de ella, que se marche a casa, que ella estará bien. Pero ambas saben que miente, que no quiere quedarse sin su calor.

Después de varias horas de espera, ingresan a Amanda. “Cuida de Tequila”, le da tiempo a pedirle a Miriam antes de desaparecer apoyada en un enfermero, y después de comprobar, una vez más que lleva su teléfono móvil encendido en el bolso.

A la mañana siguiente, recién salida de la ducha y con el cabello todavía mojado, Miriam recibe una llamada.

-Buenos días, ¿no te habré despertado? -saluda Amanda. Su voz suena ahora más animada que la noche anterior.

-¡Claro que no, me alegro mucho de oírte!

-¿Estás en mi casa?

-No, todavía sigo en mi piso. Pensaba entrar ahora en la tuya para ver a Tequila y ponerle de comer. Como ya me advertiste tú ayer, no le dio la gana venirse conmigo a pasar la noche.

-Es muy gato Tequila, tendrás que irte tú a dormir a mi piso. Pero anda, métete en mi casa y verás que sorpresa.

Amanda, levanta la persiana, descorre los visillos y allí, a apenas unos diez o quince metros de distancia, la ve, enmarcada en la ventana de la habitación del hospital que queda justo enfrente.

Miriam, sin colgar el teléfono, toma las llaves de la casa de enfrente, que dejó la noche anterior sobre el mueblecito que hay junto a la puerta. Cruza el rellano y al final, tras unos segundos de forcejeo con la cerradura, por falta de trato con ella y porque además sostiene el móvil con la mano izquierda pegado a su oreja, desde donde la impaciente Amanda sigue apremiándola, consigue por fin entrar en el piso. Se adentra en el largo pasillo y guiada por las órdenes que recibe, entra en el dormitorio de Amanda, levanta la persiana, descorre los visillos y allí, a apenas unos diez o quince metros de distancia, la ve, enmarcada en la ventana de la habitación del hospital que queda justo enfrente. Una enfermera, ataviada como una astronauta en un paseo lunar, está junto a ella, y las dos agitan la mano con mucho alborozo, como dos niñas que saludaran desde un tiovivo al pasar junto a sus mayores. Miriam sonríe y les devuelve el saludo. Por el móvil escucha las risas casi infantiles de Amanda, que le pide poder ver a Tequila, así que Miriam lo busca por el salón y le arranca de la butaca donde dormita. Como era de prever, el gato no se inmuta con la contemplación de su dueña, extrañamente trasladada al otro lado de la ventana.

Horas después, por la tarde y poco antes de que el sol termine de ponerse, desde la habitación 716, Amanda observa con fijeza la ventana de su dormitorio.

Horas después, por la tarde y poco antes de que el sol termine de ponerse, desde la habitación 716, Amanda observa con fijeza la ventana de su dormitorio, que ahora, cerrada, tan solo deja ver la luz que se posa en ella. A determinada hora, incluso le parece verse reflejada en ella, mirándose a sí misma con cierto pasmo, vestida con el camisón verde que le han proporcionado en el hospital y ocultos sus rasgos tras la mascarilla de protección que lleva puesta, y que ahora se baja para poder reconocerse.

Por unos instantes, incluso llega a dudar de dónde se encuentra ella realmente, de cuál es realmente el lado del reflejo y cuál el del origen de éste. Levanta la mano y se saluda a sí misma, después de asegurarse de que su compañera de habitación sigue dormida y no hay nadie más en la 716. Ella misma, su propio reflejo, es ahora la que parece querer hablarle desde el otro lado, así que trata de abrir la ventana para tratar de oír su voz, pero no le es posible, porque comprueba que ésta sólo puede manipularse con una llave que, evidentemente, no tiene. Así que se responde señalándose el oído y negando con la cabeza. Desde su dormitorio, la otra Amanda desiste, se agacha, y se levanta con Tequila en brazos, mostrándoselo. El gato maúlla y, al otro lado, en la 716, la enfermera trata de recoger su cuerpo desvanecido del suelo, mientras pide ayuda a gritos a otras compañeras.

El teléfono de Miriam vuelve a sonar a la misma hora que la mañana anterior, pero esta vez le sorprende todavía dormida en el sofá del piso de Amanda, donde ha pasado la noche, vencida por los ruegos de ésta del día anterior para que hiciese compañía a Tequila. En la espesura del despertar, no advierte que el número que se anuncia desde la pantalla de su terminal no es el mismo.

La muerte de Amanda ha sido rápida, le dicen, apenas unas horas después de ingresar en la UCI. Un fallo multiorgánico súbito después de desvanecerse por la fiebre, que le había subido a más de 39 en unos minutos, la tarde anterior en su habitación.

La persona que habla al otro lado del teléfono, un hombre que se expresa on tono profesional no exento de empatía, le pregunta si conoce a los familiares de su vecina, si cuenta con algún contacto para comunicarles el deceso. Miriam titubea, no tiene ni la menor idea, reconoce, no sin cierto apuro. Amanda jamás mencionó a nadie. No tenía hijos, ni sobrinos, puesto que su hermana había muerto joven y sin descendencia. Quizá algún primo, no sabía. Haría alguna averiguación en el edificio, prometió, pensando en preguntar al portero, que al fin y al cabo la conocía desde niño. También le dicen que no habrá velatorio, dadas las circunstancias de la epidemia, de manera que su amiga saldrá de allí ya directamente convertida en ceniza. Polvo eres…

Cuando cuelga, en su estado de confusión todavía duda de que haya traspasado realmente la frontera entre el sueño y la vigilia, de si la llamada ha sido real o fruto de una pesadilla de la que aún no se ha despejado. Decide entrar en el dormitorio de Amanda y mira por la ventana hacia la que era su habitación en el hospital, pero ella ya no está allí, así que la información debe de ser cierta, así que esa es la primera mañana en la que ella ya no está. Mientras trata de asimilar el nuevo escenario es cuando realmente es consciente de la devastadora soledad en que vivía aquella mujer sobre cuya cama se sienta ahora. Inmediatamente piensa en su propia hija, en Colombia, ajena a que ahora su madre se tapa la cara con las dos manos y rompe a llorar mansa y desconsoladamente.

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