Dependencia cruel

Publicado el 31 agosto 2011 por Martinherzog

En las películas, igual que en la F1, tiene que existir un aliciente que le de vida a lo que podría pasar como una aburrida sucesión de imágenes que no nos lleve más que a perder una hora y media de nuestra vida. Hay muchas variables, aunque generalmente destacan en este aspecto los malos, que mostrando sus crueles armas, defectos y virtudes terminan acondicionando nuestra mente en apenas una escena para disfrutar de lo que será una plena y satisfactoria tarde de palomitas, generando en nuestro corazón un odio bien traído, y una sincera admiración pocos minutos después de terminar la película. Malos hay muchos, verdaderos cabrones que nos hacen plantearnos si realmente habrá alguien así de tremendo en la vida real, pero mirando hacia el género del Western, me asalta un nombre que no puedo obviar: Henry Fonda.
Pocos malos existieron como el gran Fonda, cruel cuando toca, pero siempre con un trasfondo íntimo en sus papeles de malo, un malvado capaz de ejecutar a un hombre de la manera más cruel posible, y enamorarse perdidamente pocos minutos después, dejando aflorar esa sensibilidad que todos tenemos en mayor o menor medida, incluidos los muy malos.
Sé que todos estarán pensando que les voy a hablar de la genial apuesta publicitaria de McLaren y Vodafone ¡pues no! El objeto de esta entrada no será eso, sino esa salsa picante que todos necesitamos durante cualquier espectáculo o entretenimiento que presenciemos, aditamento sin el que voltearemos a cada momento en pos de una distracción mejor.
Y llegados a este punto es inevitable formular la pregunta ¿quién pone el sazón en las carreras de la actualidad? Veamos la pasada carrera de Spa Francorchamps, justo en el momento en que Hamilton tiene el accidente. Inicialmente todos nos preocupamos, después Lobato le echó la culpa a Kobayashi (evidentemente algo influenciado por la presencia a su lado de Pedro de la Rosa), bailando un porcentaje de culpa incluso… setenta por cien de responsabilidad del japonés. Pero la carrera se muere. Cuando Hamilton se retira en una carrera, desaparece con él toda posibilidad de presenciar algo novedoso, brillante, pues parece ser que el inglés es el que mantiene siempre viva la llama de la ambición, ya sea duodécimo o segundo. El tedio se instala.
Cuando estamos en las sesiones de calificación, es únicamente Hamilton ese flotador que tenemos todos, con el que pretendemos salvarnos de otra pole más de Red Bull. Nadie como Lewis sabe transmitir a su gente el sentimiento de que todo es posible mientras él esté en pista. ¿Es por ello el mejor piloto? Probablemente pilotos como Michael Schumacher, Vettel o Alonso posean un conjunto de condiciones, sensatez, solidez y vistas a futuro que el británico no tendrá jamás, pero sólo Lewis es capaz de darle vida a una carrera, y mientras él está en la pista, todo lo incierto es posible.
Posee Hamilton un don de juventud, que es la impulsibidad, que muchas veces juega como látigo sazonado en su propia espalda, pero que para el aficionado es algo impagable. En los tiempos en los que Michael Schumacher ganaba a su antojo un título tras otro (recordemos que fue a causa de su enorme capacidad de trabajo, pericia al volante y de haber sabido rodearse del mejor equipo técnico), había un tipo moreno, medio gordinflón, que nos ofrecía el factor imprevisible que en la época actual nos brinda Hamilton. Como no, este tipo era el genial y sin igual Juan Pablo Montoya. Muchos, muchos días se nos presentaba un tostón de carrera sin nada interesante a priori en la lucha por la victoria, y todos mirábamos con esperanza a ese colombiano pasado de kilos que se empeñaba en no poner las cosas fáciles a nadie. Nos defraudaba muchas de las veces, pero de vez en cuando se sacaba una genialidad de la chistera que nos dejaba con la boca abierta, siendo el punto de enganche de la F1 con el aficionado ocasional. Juan Pablo era capaz de lo mejor y de lo peor, pero era una esperanza a la que asirse, un anhelo bien agarrado en un impoluto clavo insertado muy profundamente. La F1 necesitaba a Montoya y éste ofrecía su calidad, su mal genio y, sobre todo, un afán de superación e inconformismo propios de alguien que ganó -allá por el año 2000- las 500 Millas de Indianápolis.
Cuando Hamilton abandona en una carrera, ésta se muere de algún modo, pues ese factor imprevisible, genial, impulsivo, esa incertidumbre, se mueren con el abandono del inglés. Necesitamos a Hamilton, es la salsa que da sabor a nuestro plato, que sin ella, sería un trozo insulso de pescado hervido.