Pero, más allá del matrimonio forzado entre televisión y política, cabe reflexionar acerca de la escenografía que rodea a este tipo de actos públicos. En primer lugar, y pese a no dudar de la necesidad de que los políticos se acerquen a la ciudadanía por todos los medios más cercanos y universalizables posibles, hay que reconocer que los duelos televisivos entre los candidatos con mayores expectativas de voto reflejan la naturaleza misma de nuestro devenir democrático, ligado cada vez más a un modelo de legitimidad carismática similar a la que caracteriza al presidencialismo norteamericano. Las figuras humanizadas de los líderes pretenden resumir la imagen pública del partido y su catálogo de ideas y propuestas. Se sustituye la presentación de ideologías por la entronización del líder, su idealización pública, arropada por un profuso merchandising pirotécnico.
El ciudadano no tiene tiempo para leer y asimilar con paciencia el libro programático de cada partido. De ahí, que todo éxito electoral se base principalmente en pura imagen, atrezzo. La mayor parte de las declaraciones de los candidatos en campaña vienen mediatizadas por formatos informativos que carecen de tiempo, impidiendo un retrato pausado del discurso político. De ahí que los debates televisivos sean tan atractivos para la ciudadanía. Por primera vez en muchos años, se sientan en el sofá de sus casas y escuchan largo y tendido la biblia de rebajas y la argucia dialéctica de los contrincantes. Y en directo, sin posibilidad de aplicar rewind. La ciudadanía demanda explicaciones, argumentos claros, propuestas sencillas de entender y razonables. El formato de debate televisivo cubre parte de esta necesidad. Sin embargo, no hay que olvidar que se presenta bajo un formato encorsetado y maniqueo. Viene a ser como vender la espectacularidad de un derbi futbolístico, un clásico Real Madrid-Barcelona. Presenta la vida democrática en tiempos de campaña como un duelo de titanes, un tet-a-tet blindado, obviando la riqueza de discursos que caracteriza la vida política. El debate dual alienta el bipartidismo y subraya una visión del ejercicio político como confrontación dialéctica, berrea cinegética y marca de territorio. La orgía de las mayorías.
El objetivo último de cualquier acto comunicativo entre el político y su electorado es, como sucede también en el mundo publicitario, generar una impresión de fondo, un impacto virulento. Las ideas, los discursos, los argumentos, solo interesan en cuanto contribuyen a este objetivo; en ocasiones, una idea puede ser incluso un impedimento para atraer el voto. Los códigos de comunicación deben poseer una base empírica, emocional, más que intelectual. De ahí que se presente al líder como la cara humana del proyecto político; de ahí que la semántica mitinera incite al electorado a afecciones radicales y no a comulgar con razonamientos consistentes, libremente verificables por cada votante. Así, estos comicios se centran en atraer al electorado, ya sea, en el caso del PSOE, mediante el sentimiento de pertenencia, evocando las raíces primigenias de la izquierda, o, en el caso del PP, forzando hasta la saciedad la estigmatización del oponente y aprovechándose del contexto de crisis para venderse como única alternativa salvífica. Tanto el sentimiento de pertenencia como la indignación son premisas emocionales más que argumentos lógicos; operan en el campo de los sentimientos más que en el de la razón. Pero ¿le cabía alguna duda a mi paciente lector de que la política no es sino una artesanía publicitaria, un artificio conductista?
Ramón Besonías Román