Pero ni el político manipulador ni el médico que esgrime su código deontológico se ponen en la piel del enfermo terminal. No facilitar la muerte en determinados padecimientos terminales tiene un componente ideológico, perfectamente respetable en el ámbito personal mientras no se pretenda imponer a los demás. Más que al uso de la razón, la actitud renuente a la eutanasia obedece a una creencia religiosa que estima que la muerte ha de venir de la mano de Dios, al que se supone dador de la vida. Nadie puede ser tan insensible ante un enfermo que, sin esperanzas de vida, soporta padecimientos terminales que le llevan preferir acelerar su muerte a tener que sufrir más. No se trata de un capricho ni de una moda, sino de reconocer la libertad de “irse” de este mundo a quien se trajo sin consultarle (que somos todos) y está condenado a padecer penalidades, dolores y limitaciones que le impiden transitar la etapa final de su vida sin sufrimientos insoportables.
Con todo, condicionamientos legales y éticos limitarán el derecho a la eutanasia a casos extremos en que, tras informes médicos que lo corroboren, los pacientes en situación terminal no tengan ya esperanzas terapéuticas de reversión de su enfermedad y de supervivencia sin sufrimiento. Por ello, la ley que promueve el Gobierno sólo contempla que se podrá solicitar la eutanasia en sólo dos supuestos: por enfermedad grave e incurable y por discapacidad grave crónica. En ambos casos, el paciente contará con hasta una segunda opinión médica y deberá pasar por las comisiones éticas de su comunidad autónoma. El largo y penoso proceso de deterioro al que se ven sometidas las personas que sufren estos padecimientos hace que decidan por sí mismas cuándo y cómo morir para evitar el encarnizamiento terapéutico que medicaliza su sufrimiento pero no lo elimina, sólo combate el dolor. La ley les reconocerá ese derecho a poner fin a su vida por decisión voluntaria y consciente.
Yo lo tengo claro: cuando me vea en tales situaciones, siendo carne de hospital, confío en haber expresado mi deseo de que no se alargue innecesariamente mi vida, y se me permita elegir cómo y cuándo exhalar mi último aliento o, si no he tenido tiempo de cumplimentar la burocracia, se reconozca a mi familia –conocedora de mi voluntad- decidir ese trance. Si al final todos vamos a morir inexorablemente, hagámoslo al menos con dignidad y elegancia.