Es lo que acaba de hacer Estados Unidos (EE UU), bajo el mandato del presidente Trump, al reconocer oficialmente los Altos del Golán como parte del territorio israelí. Esa meseta que pertenece a Siria había sido ocupada por Israel durante la guerra de los Seis Días, en 1967. Desde entonces ha renunciado a devolverla -al contrario de la península del Sinaí, que también invadió en aquella guerra, pero la devolvió a Egipto-, porque todavía mantiene beligerancia con una Siria con la que oficialmente está en guerra desde 1948, lo que obliga a la ONU a mantener una misión de cascos azules de interposición, desde 1974, que vigile el alto el fuego en la zona. Y es que, para Israel, esa superficie elevada, situada al noreste del país, es un enclave estratégico que permite, no sólo la defensa del estado hebreo, sino también la vigilancia de Siria, Líbano y Jordania, además de garantizarle el suministro de agua al controlar las fuentes del río Jordán y el mar de Galilea. Algunas informaciones calculan que un tercio del agua que consume Israel proviene de allí. En todo caso, a efectos de la legalidad internacional el Golán es “terreno ocupado”, según Resolución de la ONU, que Israel se anexionó en 1981, llenándolo progresivamente de colonos, como hace en la Cisjordania palestina, con explícita intención de “hebreizar” a su población.
Pero, al mismo tiempo, da oportunidad a Rusia para reemplazar el papel de EE UU en el mapa geoestratégico de Oriente Próximo y Oriente Medio, cuando le permite alinearse en el rechazo que ha despertado tal reconocimiento, no sólo con toda Europa, sino también con las potencias regionales como Irán, Turquía y Arabia Saudí, algunas rivales entre sí, así como con Siria, de la que es aliada, y Egipto. También concede a Putin argumentos con los que justificar la apropiación de la península de Crimea, arrebatada “militarmente” a Ucrania en 2014, y anexionada de manera unilateral a la Federación de Rusia, contraviniendo la legalidad internacional y el respeto a la integridad de los estados. Otros conflictos por disputas semejantes podrían, de este modo, verse inclinados a ser abordados de forma expeditiva, de forma similar a los de Golán y Crimea, al contar con antecedentes de la impunidad con que puede violentarse un Derecho Internacional que, no obstante, se exige respetar a otros. Se trata de los casos de China con Taiwán. India con Cachemira, Japón con las islas Kuriles o el mismo Israel con el resto de Cisjordania y la Franja de Gaza. O como el que protagonizó Marruecos en el Sahara español. Ninguna ley internacional parece útil para parar los pies a quienes quieran desobedecerla, si no halla el respaldo de las superpotencias en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, aunque estas sean las primeras en violarla cada vez que les convenga o antoje. Lo más grave de la irreflexiva decisión de Trump es que retrotrae al mundo a los tiempos en que los estados poderosos podían invadir y conquistar “manu militari” territorio ajeno cuando les apetecía. Nos devuelve a un mundo sin orden y regido por la ley del más fuerte.
Pero su falta de respeto a la legalidad internacional, incumpliéndola cuando conviene a sus intereses, transmite un peligroso menaje al resto de naciones: haz lo que quieras con el Derecho Internacional. Porque tal comportamiento es, exactamente, el que ha validado con su reconocimiento de los Altos del Golán como parte del territorio hebreo. Ha evidenciado el apoyo con que cuenta Israel para ignorar las leyes y el Derecho Internacional. Y, lo que es peor, ha venido a subrayar la claudicación del papel de EE UU como potencia mundial garante de la democracia y del mundo libre. Si este es el ejemplo que brinda el sheriff, ¿cuál será el del villano? Pues el de cualquier matón: haz lo que quieras, que no hay ley que lo impida.