En capítulos anteriores de Desahuciando a Superman:
Apenas quedan unos días para que los cines cierren definitivamente. De hecho los operarios ya están desmantelando algunas salas. Al parecer algún pez gordo ha comprado parte del mobiliario que tendrá su nuevo hogar en Asturias. Dicho de otra manera: no hay marcha atrás. Será entonces cuando al menos una docena de personajes de las películas se queden sin hogar y se vengan a vivir a casa con mi novia y conmigo. De momento, aún me queda algo de tiempo para pensar en cómo decírselo a M. ¿Cómo se cuenta una cosa así? ¿Por dónde empiezo? ¿Quién se podría creer una película semejante?
La respuesta a la última pregunta es la más sencilla.
Nadie.
Así que ante problemas imposibles… soluciones creativas: he comenzado a escribir una historia que he titulado igual que el artículo que publique tras la primera reunión con mis amigos.
En Desahuciando a Superman narro mis últimos encuentros con Gandalf y compañía. En realidad es una manera de ir preparando a M. para el gran impacto que se pronto sufrirá nuestra vida cotidiana. Ya sabéis que meterse en el agua fría de repente y sin previo aviso puede causar problemas, así que la voy salpicando sin que se de cuenta. Preparo el terreno para lo imposible.
Lo que para mí es un diario, para ella son los delirios de un freaky. Yo me hago el tonto y sigo con mi plan. Hasta la fecha he conseguido terminar tres capítulos. Le encantan. Dice que se ríe mucho con las cosas que se me ocurren y que la historia tiene muchas posibilidades. Pues muy bien. Ya veremos si le hace tanta gracia cuando se encuentre a Yoda en el baño. Entonces el que se va a reír soy yo, pero cada cosa a su tiempo.
Mi misión como Guardián de los Personajes está clara. Debo ayudarles a buscar un nuevo hogar para que puedan regresar cuanto antes a su mundo. Esa parte la he captado. Lo que no entiendo del todo es cómo puede un periodista en paro a un paso de la indigencia ayudar a semejante grupo. Además, hay un par de detalles que me tienen intrigado.
Según Gandalf no es la primera vez que él y sus amigos se ven en una situación semejante. A juzgar por las palabras del mago ocurrió algo parecido hace mucho tiempo. En aquella ocasión salieron adelante. A ninguno de ellos se le pasó por la cabeza que volverían a vivir otro éxodo. ¿Cómo lograron salir airosos en aquella ocasión? ¿Les ayudó alguien? No tengo ni idea.
Hay otra cosa que no logro entender. En nuestro último encuentro el hechicero aseguró que M. no sería capaz de verlos. Después añadió un de momento. ¿A qué se refiere exactamente? ¿A cuánto tiempo hace referencia ese de momento?
Necesito respuestas y sé quien puede tenerlas.
Capítulo 3: el acomodador
El cine Universal marcó a toda una generación de mocosos que hoy rondan con precaución y sin entusiasmo los cuarenta años. Cada fin de semana las inmediaciones de la sala bullían con los gritos de las incontables pandillas de críos que se acercaban a pasar un par de horas sentados en las cómodas butacas del “Uni”. Los mayores acudían en grupo mientras que los más pequeños, aún amedrentados por el hecho de pasar casi dos horas en un cuarto oscuro, se aferraban a la manos de sus padres como si en ello les fuese la vida. Algunos, la mayoría, apenas aguantaban un cuarto de hora entre tinieblas y pedían irse a casa en cuanto las luces se apagaban. Otros, tras la impresión inicial, caían rendidos ante la magia de lugar y se unían para siempre a la causa.
El Universal abrió sus puertas el 19 de julio de 1976 en una de las tardes más calurosas que jamás haya vivido la ciudad. Al menos eso es lo que cuentan los afortunados que asistieron a la inauguración. La verdad es que un servidor conoce esa historia a la perfección, como si la hubiera vivido en primera persona, lo cual resulta imposible ya que por aquel entonces era lo más pequeño que uno puede ser. De hecho, fue ese preciso día cuando llegué a este mundo y lo hice exactamente a la misma hora en la que el proyector del Universal iluminó su pantalla por vez primera.
En realidad no pisé el Universal hasta mediados de los 80, pero en cuanto empecé a frecuentarlo no hizo falta mucho tiempo para que la amistad entre mi yo de 1985 y el acomodador del cine, Don Eladio, aflorara.
Don Eladio había sido maestro durante muchos años en un colegio de curas a las afueras de la ciudad, pero harto de aguantar los caprichos del clero optó por colgar la sotana y dejarlo todo en pos de su verdadera pasión: el cine. No, no quería ser actor ni nada parecido, su ambición no apuntaba tan arriba. Era un tipo de gustos sencillos y las multitudes no eran de su agrado, lo último en que querría convertirse sería en una estrella del celuloide.
Nadie sueña de niño con ser acomodador, pero ese era exactamente el anhelo de mi amigo. Puede que penséis que se trata de una vocación un tanto rara, carente de glamour y todo eso, pero todo eso a él no le importaba.
Mr. E, como yo le llamaba, era feliz en aquel lugar, y lo cierto es que no se lo puedo reprochar. A mí me pasaba exactamente lo mismo. La oscuridad de la sala también era mi refugio.
Aprendimos a compartirlo. Además, a pesar de las apariencias, una sala de cine puede ser un sitio muy solitario según a qué horas y a los dos nos venía bien algo de compañía.
De pequeño solía escaparme para ver el último estreno una y otra vez y así, poco a poco, Mr. E y yo fuimos trabando una sólida y profunda amistad. Hablábamos de los estrenos, discutíamos sobre tal o cual personaje y después de cada sesión, el viejo maestro desempolvaba su vieja vocación y me descubría un nuevo término cinematográfico. Títulos de crédito, guion, efectos especiales, un mundo nuevo por descubrir, palabras que pueden hacer que un niño de diez años abra los ojos como platos.
Yo venga a preguntar y él venga a responder.
A mi yo de 1985 le llamaba mucho la atención el aspecto de Mr. E, que siempre iba de punta en blanco y olía fenomenal. Era un hombre alto y delgado. De tez oscura y ojos negros. Siempre peinado al milímetro y con su impoluta chaqueta azul,
Tenía una pequeña cicatriz, casi imperceptible en la mejilla izquierda y unos andares divertidos que contrastaban con su seriedad en la sala. Recuerdo que solía pensar que más que un acomodador parecía un mayordomo ya que hacía gala de una educación exquisita tanto con los niños como con sus padres. Lo cierto es que todos querían a Mr.E.
Eso sí, si había que mandar callar a algún grupo aislado de alborotadores, el acomodador no se amilanaba y, linterna en mano, enfocaba la cara del culpable como si de un interrogatorio se tratase. El carácter que se le presupone a un buen maestro aparecía de repente, como un artista invitado que nadie espera.
De vez en cuando, una vez acabada la proyección, el buen hombre se dejaba caer en la butaca contigua a la mía con la mirada perdida y comenzaba a rememorar el día de la inauguración del Universal.
-Fue una de las tardes más calurosas que haya vivido la ciudad…- la historia arrancaba siempre de la misma manera y sus ojos sonreían al infinito cada vez que abría esa puerta.
Por esa razón conozco con pelos y señales toda la historia del Universal. La he vivido cientos de veces. Si alguien tiene respuestas, ese es, sin duda, Mr. E.