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Volvía el piano como protagonista trayéndonos a Oviedo un profesor e intérprete vasco capaz de afrontar los dos conciertos de piano de Ravel, obras de una exigencia tal que se hacía raro encontrar a alguien dispuesto al reto y a la vez la posibilidad de escuchar seguidas dos obras concebidas simultáneamente. Miguel Ituarte comenzó con el Concierto para la mano izquierda en RE M., más que anecdótico por la dedicatoria a Paul Wittgenstein (su biografía es sobrecogedora) o las famosas interpretaciones de Leon Fleisher. Y recuerdo precisamente haberlo escuchado en Oviedo al también vaso y gran pianista Joaquín Achúcarro. Con una instrumentación potente que el francés hace brillar a lo largo del único movimiento de que consta, realmente los cambios de tempi marcan tres secciones que "no buscan un tejido sonoro ligero sino un estilo más próximo al que gusta en el concierto tradicional, voluntariamente impotente" (en palabras del gran Alfred Cortot) no exentas del clima angustioso ya desde el arranque -algo titubeante- del contrafagot y el contrabajo, más los toques de jazz todo en busca de un cierto clima sonoro nublado y de tristeza opresiva. La versión en cambio resultó muy "blue" y lineal, con una técnica impresionante a cargo del solista y las líneas bien dibujadas en una orquesta que volvió a sonar "redonda" en todos los momentos, de los solos a los tutti con todas las familias bien ensambladas pero falta de pegada. Y eso que este concierto es un auténtico prodigio de escritura pianística y cargado de un poder maléfico con estallidos cercanos al paroxismo tan del gusto raveliano, de ambiente inquietante en los silencios (rotos siempre por las toses). Faltó el punch para llegar a conseguir el ambiente necesario.
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Muy rítmico el Allegremente con los diálogos entre piano y orquesta superponiéndose las dos tonalidades que buscan reforzar la agresividad de la atmósfera, aunque hubo demasiada delicadeza en todo este primer movimiento.
Esperaba el bellísimo Adagio assai con ganas de recrearme en el enorme colorido de este movimiento que han bordado todos los grandes intérpretes (Argerich con Temirkanov no hace mucho, o el anterior con Ceccato, el gran Zimerman, el inmenso Arturo B. Michelangeli con Celibidache, la más reciente Helene Grimaud con Vladimir Jurowski, o mi preferida por Bernstein, ilustrando esta entrada) con esa fuerza inquietante que consiguen las extrañas armonías y disonancias, pero nuevamente me quedé con las ganas, no me emocionó pese a reconocer el titánico esfuerzo de solista y orquesta así como de un director que supo concertar y conectar muy bien, destacando el papel del corno inglés.
La carrera infernal del Presto con esas persecuciones del piano y combates con el clarinete (enhorabuena a Julio Sánchez Antuña con el requinto, en Mib), piccolo y trombón fueron ganados por el viento. Otro tanto pasó con la marcha donde faltó más fuerza sonora al solista totalmente engullido por los metales en una lujuriosa orquestación para buscar un dramatismo que se quedó en sucesión de sorpresas, reconociendo el mérito y técnica del pianista vasco pero incapaz de transmitir emociones, de ahí el título de descafeinado.
El Vals La plus que lente de Debussy de propina, mucho más íntimo y delicado, corroboró la "impresión" de falta de fuerza en un Ravel que exige mucho más poderío.
P. D. 1: Reseña en LNE del viernes 11.