Descalzos por Myanmar

Por Exm
Es bien sabido que en muchos países hay que descalzarse para entrar en los lugares de culto por respeto a la religión que practican, y este es el caso de Myannmar, donde me pasé casi todo el tiempo descalza.
El primer día en Yangón, fuimos a visitar el Gran Buda Reclinado, y los zapatos tuvieron que  quedarse en el coche. Llegué de puntillas hasta la entrada, ya que tenía que atravesar descalza toda la calle. Allí comprendí que quitarme y ponerme los zapatos iba a ser una constante, y obedeciendo al dicho "allí donde fueres haz lo que vieres", decidí comprarme unas sandalias como las que usan ellos. Eran unas sandalias de cuero, comodísimas, que aguantaban la lluvia, se secaban rápido y sólo por el equivalente a 3 euros, ¡y sin regatear!
Mis sandalias me esperaron a la entrada de la pagoda de Shwedagon, mientras mis pies pisaban los mojados azulejos del suelo.  Caminaba  entre las estupas doradas; muchos fieles se reclinaban ante los altares que sustentan el Buda y, arrodillados en el suelo, hacían una reverencia trás otra, le llevaban las ofrendas en forma de flores, comida, regalos y dinero que depositaban en enormes huchas transparentes que estaban al lado de cada altar.
También me esperaron mientras visitaba los hermosos templos de Mandalay, o las escuelas donde los niños, cubiertos tan solo con una tela granate,  se preparaban para ser futuros monjes.
Esperaron mientras subíamos o entrábamos en las  pagodas y estupas de Bagan.  Bagan es una explanada repleta de cientos de templos, grandes o pequeños, dorados o de piedra. Se podría estar días recorriéndola a pié o en bici y no se verían todos los templos que hay. La panorámica que se tiene desde lo alto de alguno de ellos es sobrecogedora.
Mis sandalias esperaron en el primero de los 777 escalones que te llevan al templo del Monte Popa, mientras mis pies compartían el camino con los monos. Estos nos acompañaron en el recorrido de subida y en el de bajada, los mas pequeños jugando entre ellos mientras que los adultos, en ocasiones, se peleaban violentamente. Suerte que una niña nos acompañó para ir alejándolos con una varita y así evitar que los dueños reales del lugar pudieran intimidarnos.
Sin mis sandalias, y en ocasiones con ellas, recorrí mercados, pueblos y visité uno de los países más entrañables que he tenido el gusto de conocer.

Tenía un cariño especial a esas sandalias que, a mi regreso, seguí usando. Pero después de los años no consigo encontrarlas. Me temo que alguna tarde de invierno, en un arrebato por dejar espacio a lo nuevo en detrimento de lo viejo, mis queridas sandalias birmanas hayan pasado a la historia.