El grupo de identidad verde incluía a individuos que demostraran a través de algoritmos corregidos, tener una irreprochable salud física y mental así como hábitos positivos que garantizasen un futuro halagüeño y poco costoso para el sistema sanitario. También incluía a otras personas que sin llegar a tan altos parámetros fuesen valiosas en el ámbito de la sanidad, la educación o la gestión pública. En las primeras informaciones fueron calificados como Elementos de Prioritaria Utilidad Social (EPUS) y les estaba permitido actividades libres en cualquier entorno aunque apartados de las otras categorías.
En el grupo azul estaba el personal de servicio: los que limpiaban quirófonos o tanatorios, las personas que atendían las cajas registradoras, transportistas, repartidores, soldados, policías sin rango y demás personal invisibilizado antes y después de la pandemia y aplaudido en el apogeo de ella. Eran los que antes de la piadosa modificación fueron denominados Elementos de Considerable Utilidad Social (ECUS). Para ellos se habían dispuesto un espacio delimitado de 800 metros alrededor de sus puestos de trabajo, fuese fijo o móvil, en horas laborables y 3 kilometro alrededor de su domicilio siempre que se respetasen la separación de grupos.
En el tercer grupo, con pasaporte rojo, estaban los vulnerables y dependientes de cualquier condición que exigían cuidados especiales fuera de los centros sanitarios, por eso se les bautizó primariamente como Elementos Amparados por la Utilidad Social (EAUS). Se habilitaron antiguos espacios fijos y nuevos recintos en residencias, hoteles, centros educativos y pabellones deportivos a donde fueron trasladados según su tipo de afección. Las ONG's lamentaban el hacinamiento y la deshumanización en aquellos ambientes para la que recaudaron firmas pero no consiguieron mejoras.
Quedaban los naranjas. El resto. Con una posición subalterna y circunstancial. Desde su intangibilidad no contaban con ninguna organización benéfica que les apoyase, por lo tanto eran carne de cañón para grupos ultra que hacían uso de su desatención mediática para insuflarles odio de clase, no tanto hacia los sectores privilegiados como hacia los protegidos del sistema. Cierto es que los naranjas siempre habían hecho mucho ruido en los bares y que Internet les ofrecía plataformas para demostrar su descontento; pero no se sentían satisfechos, el malestar era parte consustancial de su ser, una forma de vida y de rebelarse frente al mundo.
El tipo que salió del confinamiento no era un modélico naranja cabreado. No era de esos que especula de todo, un todólogo. Cuando hablaba no se ponía intenso, ni hinchaba el pecho, prolongando los silencios, para luego soltar cuatro frases tópicas y socorridas como si fuesen de un ingenio descomunal. Cuando escribía, evitaba los excesos de la contundencia y procuraba matizar sus argumentos escapando de las fáciles y tranquilizantes dualidades que te permiten caminar placidamente arropado por tu propia camarilla. No era un activista vehemente, ni un gurú visionario, ni un cuñado viscoso. No tenía un tropel de amigos en Facebook de los que estar pendiente, ni un tropel de amigos poniendo un "me gusta" a sus entradas en el Facebook. Tenía cierto contacto con VIPs pero estos apenas le conocían de vista, estaba para hacer bulto y los bultos siempre son renovables.
El tipo que salió del confinamiento sabía que más allá del portal sería un producto consumible, desechable y vigilado en la nueva sociedad estamental. No era para echarse a reír, pero se sentía renovado y casi divertido de tener algo tan poderoso contra lo que luchar.