En 2011, el astrofísico Chandra Wickramasinghe, pionero en la teoría de la panspermia, publicó una crónica de la censura que había sufrido a lo largo de su carrera en torno a las investigaciones relacionadas con la teoría de la vida en el espacio, más allá de este planeta, y vaticinaba que las pruebas eran cada vez más concluyentes, así que tarde o temprano las publicaciones “serias” acabarían hablando sobre ello.
Mira tú por dónde…
Un experimento de simulación de las condiciones del espacio profundo realizado por investigadores norteamericanos ha revelado que los bloques básicos de la vida pudieron crearse en polvo interplanetario helado, y ser transportados hasta la Tierra para dar lugar a la vida. El descubrimiento abre la puerta a la posibilidad de que estas moléculas llegaran a nuestro planeta a bordo de un cometa o de meteoritos, catalizando la formación de proteínas, enzimas y moléculas aún más complejas y necesarias para la vida.
(Fuente: Tendencias 21)
En los años 70, Wickramasinghe y Fred Hoyle se interesaron por la dinámica en el interior de las nubes de polvo interestelar, donde se dejaba entrever la existencia de moléculas orgánicas. Sin embargo, la resistencia de la comunidad científica a aceptar la posibilidad de que tales asuntos pudieran tener alguna relevancia para la aparición de vida en la Tierra parecía insuperable.
La sopa primordial era el santo grial de la biología desde los años 50. Según la teoría aceptada, las condiciones de la Tierra primitiva habrían permitido que se encadenaran los pasos necesarios para la formación de aminoácidos en el planeta, restándole credibilidad a otros estudios que temían que los experimentos de laboratorio no estuvieran reflejando fielmente las cualidades de la vieja atmósfera terrestre.
Cuenta Wickramasinghe que este temor se hizo más evidente cuando se comenzó a ver la posibilidad de una conexión entre las estructuras biogénicas detectadas en las nubes cósmicas y su capacidad para “polinizar” los planetas que se hallaran a su paso. Durante los años 80, los defensores de la panspermia trabajaron con la hipótesis de que el polvo interestelar presentaba los comportamientos propios de una célula bacteriana, lo cual parecía confirmarse en las observaciones de nubes cósmicas en diferentes rangos del espectro electromagnético, desde el ultravioleta hasta el infrarrojo.
Según el astrobiólogo, la cuestión se antojaba irrefutable desde 1982, pero entoces ocurrió algo que cambió la dirección de las investigaciones: se descubrió que los cometas albergaban compuestos orgánicos. Lejos de consolidar la teoría de la panspermia, las revistas de ciencia y las instituciones se volvieron aún más celosas a la hora de aceptar la publicación de artículos al respecto. La postura oficial de la comunidad científica parecía no obedecer a las evidencias, sino a la necesidad de mantener, a cualquier precio, la negación de toda posibilidad de vida extraterrestre:
Even though the general public revelled in ideas of extraterrestrial life, science was expected to shun this subject no matter how strong the evidence, albeit through a conspiracy of silence. It was an unwritten doctrine of science that extraterrestrial life could not exist in our immediate vicinity, or, that if such life did exist, it could not have a connection with Earth.
Las campañas de negación y “censura” habrían comenzado mucho antes. Wickramasinghe acusa directamente a las revistas Nature y Science de actuar como servidoras y guardianas de la fe que se negaban a aceptar los estudios sobre panspermia salvo aquellos más débiles que facilitaban la controversia. Se jugaba, pues, con la parte más débil y se la identifica con el todo para mostrarle al mundo las incoherencias de la disciplina.
Así, por ejemplo, entre 1961 y 1963, se publicaron estudios sobre el caso del llamado meteorito de Orgueil, que terminó siendo denunciado como fraude y manipulación, aunque siempre existieron quienes mantuvieron la veracidad de los datos. Sea como fuere, los científicos que estudiaron el caso vieron acabadas sus carreras al no poder enfrentar las difamaciones, lo cual sirvió de escarmiento para que nadie se atreviera a caer en la tentación. Fuera o no cierto el fraude, la consecuencia de todo aquello fue que nadie que ocupara un puesto académico iba a volver a meterle mano, por cuenta propia, a una roca espacial.
Entre 1962 y 1965, un programa de estudios atmosféricos conducido por científicos de la NASA detectó microorganismos en la estratosfera mediante el uso de globos elevados a una altura máxima de 43 kilómetros. Puesto que la contaminación por elementos terrestres era más que factible a esa altura, los directores del programa de investigación decidieron dedicar más medios al asunto. Algo que no fue posible ya que, en ese momento, los fondos públicos con que se sostenían fueron congelados.
En 1980, tras el gran desarrollo, gracias a la electrónica y a los instrumentos por láser, de la tecnología para detectar microfósiles, se corrobó la presencia microbiana en restos de meteoritos. En esta ocasión, no se montó el jaleo de veinte años atrás. Al contrario, la respuesta fue la aplicación de lo que comúnmente se conoce como “ley del hielo”, o tratamiento de silencio, por el cual nadie entró a corroborar o refutar los datos presentados. Si no se habla, no existe.
Wickramasinghe observa la falta de buena fe en todo esto en el hecho de que, mientras una roca terrestre con microfósiles es considerada de gran valor para el estudio de los orígenes de la vida, un meteorito con microfósiles es descartado como elemento contamiante. Cuando menos, ambos deberían ser igualmente importantes en el estudio de la vida, pues de microfósiles se trata. El rechazo de la roca espacial sólo muestra el prejuicio insalvable y el critero puramente subjetivo con que parte toda investigación al respecto.
Los estudios de presencia biogénica en material cometario se intensificaron tras el paso del Halley en 1986, siendo un asunto definitivamente incuestionable tras la misión “Deep Impact” para estudiar el cometa Tempel en 2004.
En los últimos años, han aparecido no sólo cometas, sino planetas errantes y todo un entramado que apunta a que el universo es un complejo entramado que favorece la formación de vida en cualquier parte.
En algunos viejos artículos, el archivo de este blog contiene algunas referencias a los estudios de años pasados sobre las nubes cósmicas como origen de la vida en el universo, la capacidad de los planetas errantes para “polinizar” la galaxia y esas cosas que antes sabían a sueños de ciencia ficción y ahora han adquirido un rancio olor a oficialidad.
Aún así, serán pocos quienes mencionarán en voz alta a tipos como Wickramasinghe y otra peña de “zumbados” que, puede que por una intuición que los convierte en modernos herederos de Cassandra, puede que por haber derrumbado los muros que nadie se atrevía a derribar, sabían de qué iba la cosa antes de tiempo.
Muros, los de la metafísica, la ciencia, la moral, la política, la religión, las formas consensuadas de emocionarnos social y estéticamente, la filosofía o el arte, que hemos levantado para sostenernos, defendernos o protegernos pero que, cuando cobran solidez, nos impiden ver al otro lado, traspasar el ámbito conocido y aprender otras maneras de caminar, de estar y de relacionarnos con las cosas y, lo que es peor, nos hacen olvidar que alguna vez los hemos construido.
(Chantal Maillard, Contra el arte y otras imposturas)
Si, al menos, estos avances de la ciencia “oficial”, o como se diga, que quien quiera entender entenderá, sirviera para que fuésemos más humildes, todo habría merecido la pena.
Pero mientras tanto, aún serán muchos los pobres desgraciados que, frente a las risas del tribunal, deban seguir murmurando para sus entrañas, resignados en su impotencia y rendidos ante la soberbia de la época, aquello de:
“Y sin embargo, se mueve”…