Revista Cultura y Ocio

Descubrí que el camino para encontrar el país de uno era abandonarlo, Thomas Wolfe

Publicado el 08 marzo 2018 por Kim Nguyen

Permanecí en París un par de meses, hasta mediados de julio, y aun cuando me obligué a mí mismo a trabajar cuatro o cinco horas al día, mi esfuerzo por escribir era aún confuso y desarticulado, y todavía no había logrado nada que tuviese la estructura y unidad de un libro. La vida de la gran ciudad me fascinaba, pero asimismo se despertaron en mí todos los viejos sentimientos de desamparo, desarraigo y soledad que siempre había experimentado allí. París era -y así ha prevalecido en mí-, cuando menos, la ciudad más nostálgica del mundo; el sitio donde con más intensidad me sentí un alienado y un extraño, y precisamente por lo fascinante y seductora que es como ciudad, para mí nunca fue un buen lugar para trabajar. Llegados a este punto quisiera decir algo sobre los lugares para trabajar, ya que éste es otro problema que causa a los escritores jóvenes mucha duda, inseguridad y confusión -inútilmente, a mi entender.

Había pasado por esa experiencia y consideraba ahora que ya prácticamente la había rebasado. Seis años atrás había venido a París como un joven de veinticuatro años, lleno con toda la fe romántica y tonta que muchos jóvenes de esa época sentían cuando veían París. Había venido esa primera vez, según me dije, a trabajar, y tan hechizante era entonces el nombre mágico de París, que sinceramente creí que uno podía trabajar allí muchísimo mejor que en cualquier otro rincón de la tierra; que era el lugar donde hasta el mismo aire estaba impregnado de energías artísticas; donde el artista estaba destinado a encontrar una vida mucho más afortunada y feliz que la que le era dable hallar en Estados Unidos. Ahora veía que esto era un error. Ahora comprendía muy claramente que lo que muchos de nosotros hacíamos en aquellos años cuando huíamos de nuestro país y buscábamos un refugio en el extranjero, no era realmente hallar un lugar donde trabajar, sino donde escapar del trabajo; que de lo que verdad huíamos no era del filisteísmo, el materialismo y la fealdad de la vida norteamericana, sino de la obligación de enfrentarnos honradamente con nosotros mismos y de encontrar en nosotros mismos, de alguna manera, el aliento para vivir, y extraer de nuestras propias vidas y de nuestras propias vivencias la esencia de nuestro arte, que todo hombre que haya escrito algo perdurable ha tenido que sacar de sí mismo y sin lo cual está perdido.

¡El lugar para trabajar! Sí, el lugar era París; era España; eran Italia y Capri y Mallorca, pero, ¡gran Dios!, eran también Keobuck, y Portland (Maine), y Denver (Colorado), y Yancey County (Carolina del Norte), y cualquier lugar donde el trabajo está dentro de uno. Si esto era todo lo que había aprendido en mis viajes a Europa, si el precio de todo este vagabundear hubiese sido exclusivamente esa simple lección, bien hubiera valido la pena; pero eso no fue todo. En esos años descubrí que el camino para encontrar el país de uno era abandonarlo; que el camino para encontrar Estados Unidos estaba en nuestro propio corazón, en nuestros recuerdos, en nuestro espíritu, y en un suelo extraño.

Debo confesar que yo descubrí mi país en los años que estuve ausente por la imperiosa necesidad que sentía de él. La mayor ganancia de este descubrimiento pareció provenir de mi sentimiento de desubicación. era la quinta vez que venía a Europa; y cada vez lo había hecho con deleite, con una loca ansiedad por volver; y cada vez, sin que yo supiera cómo, ni de qué manera, estando aquí experimentaba el amargo dolor de la nostalgia, la deseperada añoranza de América, el deseo irresistible de retornar.

Durante ese verano en París creo que sentí esa gran nostalgia como nunca antes, y estimo que de esta emoción, de este constante y casi intolerable esfuerzo de mi memoria y de mis ansias, se derivaron los temas y la estructura de los libros que empecé a escribir.

Thomas Wolfe
Historia de una novela
(El proceso de creación de un escritor)

Foto: Avenue de l’Opéra, París

Estaría sentado allí, mirando la avenida de la Ópera, y mi vida me dolería con el recuerdo de todo esto; el deseo de volverlo a ver, de encontrar una palabra que lo expresara, un lenguaje que fuera capaz de explicar su forma, su colorido, el modo en que lo habíamos conocido y sentido y visto. (Thomas Wolfe)


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