El problema es que no sé muy bien cómo hablar de mi padre sin que esto se convierta en una ñoñería lacrimógena. Lo primero que se me viene a la mente son las diferencias que existen entre los padres de hoy en día y los de mi generación. Los de ahora se implican, comparten con las madres, piden custodias, juegan con sus hijos... Mi padre es un señor padre de los de antes, como el de la mayoría de mis amigas, es decir, la persona que traía dinero a casa y jugaba el papel de autoridad absoluta. Recuerdo siempre a mi madre perseguirnos con la zapatilla en alto (ay, dios mío, ahora sería acusada de malos tratos a la primera de cambio) mientras gritaba dos cosas:
- ¡Como te pille te vas a enterar de lo vale un peine! (expresión que en la más tierna infancia costaba entender, porque, vamos a ver, lo que lleva en la mano es una vulgar zapatilla, qué tiene que ver en esta historia un peine).
- ¡Cuando venga tu padre se lo voy a contar y te vas a enterar! (Esta estaba bastante más clara... y además, la cuestión es que te enteraras).
Vamos, que mi padre era el que venía para imponer autoridad, castigar y regañar. Y hacia muy bien su papel. No le ha hecho falta pegarnos jamás, él se valía y se bastaba con una mirada aterradora que te convertía en un témpano de hielo. Que te estabas subiendo al sofá de la casa de tus tíos poniendo los pies encima: ¡toma mirada heladora! Que te pegabas con tus hermanas porque todas queriáis la misma Nancy, cuando había catorce en casa, una simple mirada y el silencio volvía a reinar. Y yo le estoy muy agradecida por esta educación, de verdad, creo que ha hecho una gran labor con las tres (aunque éste mal que yo lo diga) y por eso siempre defiendo que los padres, aparte de dar mucho amor, tienen que imponerse. El mío lo hacía y yo creo que ha sido muy bueno para nosotras.
Con este retrato inicial puede dar la imagen de que mi progenitor era un tío autoritario y lejano, y sí, lo era, pero le podían sus momentos de ternura. Él siempre ha sabido cuándo imponer su autoridad en los momentos que era necesario un toque de atención y cuándo comernos a besos, de esos besos de La Mancha que son como ametralladoras en tus mejillas. Mi padre era el que nos hacía masajitos en la tripa cuando teníamos un cólico y era mano de santo, oye, que se te iba el dolor de barriga en un plis, plas. Era, y es, el que presume de todos y cada uno de los logros de sus hijas ante los amigos (incluso a veces los exagera de mala manera) y el que te achucha a tus treinta y tanto delante de quien haga falta.
Pero mi padre, es, sobre todo, un trabajador incansable que lo ha dado todo por nosotras, y antes de por nosotras, por sus padres y hermanos. Es el niño de pueblo que a los 14 años se viene de botones a un hotel de Madrid, a los 16 se marcha de camarero a San Sebastián, el que en los veranos se va con sus padres a Francia a vendimiar y el que manda todo el dinero a su familia. Es el que se forma a sí mismo y crea su propia familia a la que nunca, nunca le va a faltar de nada, si acaso, su presencia. Yo no recuerdo haber ido nunca con él al circo o al cine. Mi padre trabajaba de noche y había semanas en las que no le veíamos el pelo. Pero todo lo que hacía, lo hacía por nosotras. Con el paso del tiempo he pensado muchas veces que se equivocó trabajando tanto y no compartiendo nuestra vida, dejando el día a día en manos de mi madre, pero es que esto lo evaluamos desde el día de hoy, no desde la mentalidad de hace treinta años. La mentalidad y la forma de actuar era otra y eso no se podía cambiar. Y con el paso del tiempo, él también se ha dado cuenta y parece estar intentando remediar el tiempo perdido a marchas forzadas.
Lo que más le valoro, mirando atrás y habiendo establecido unos nuevos lazos y una relación adulta con él, es lo que es, su esencia: ese señor educado por personas sin estudios y sin estudios él mismo, en un pueblo en el que dormía entre las burras y las vacas antes de levantarse a las cinco para ir al campo, que nunca tuvo un regalo de Reyes ni celebró un cumpleaños y se convirtió en este hombre que ahora es un hacha en matemáticas, que lee novelas y se apasiona por los crucigramas (todo ésto sin haber ido al colegio), y que sigue aprendiendo día a día. Él es la persona que sigue creciendo con nosotras, aprendiendo a ver y vivir el mundo como lo vemos y lo vivimos, un mundo que la mayoría de las veces escapa a su comprensión. El pobre, a sus 63 años no entiende la mitad de las decisiones que tomamos, pero las respeta y hace lo posible por apoyarnos... No le parece bien que la gente se separe con niños, pero cuando yo me voy a vivir con un hombre en esas circunstancias, a mí no me dice absolutamente nada (a mí madre creo que le puso la cabeza como un bombo), recibe a mi pareja como un hijo y a su hija la acepta y la mima. No entiende muchas conductas "modernas" pero mataría por el derecho a la libertad y a que cada uno haga lo quiera. Es leal, íntegro, fuerte como un roble en todos los sentidos. Ahora es un abuelo entregado al que se le cae la baba con su nieta y hace cosas con ellas que nunca hizo con nosotras. Él, como aquella de cuyo nombre no me quiero acordar, mata por los suyos... Pero sobre todo, y para siempre, es mi padre, y ya sólo por eso merece este pequeño homenaje.