Cada vez es más frecuente que, cuando me miro al espejo, no reconozca a la persona que está frente a mí y me mira fijamente, con cara de extrañeza y ojos entre cansados y tristes. Quien me contempla desde el otro lado del cristal es un viejo canoso y desaliñado que en nada responde a la imagen que tengo de mí y que irradia madurez y bonhomía. Allí veo un ser desvalido e inseguro cuando debería reflejarse una persona confiada y segura, incluso elegante a pesar de su edad o, tal vez, precisamente por la edad, al carecer de condiciones físicas que engalanen cualquier prenda. Pero más extrañeza me produce escudriñar ese rostro y descubrir una careta de libros y una alambrada cultural que camuflan a un pensamiento débil, vago y vulnerable a cualquier influencia ajena. Hallo tras aquella máscara a un ser anodino y vulgar que procura elevarse sobre su miseria y estrechez intelectual, sin conseguirlo. Y al recorrer introspectivamente aquel cuerpo e introducirme en sus entrañas desnudas, sin los artificios de la moda y las convenciones, descubro instintos primarios y sentimientos predadores como los de cualquier animal que pretende sobrevivir en un ambiente hostil. Vísceras y órganos negros que rezuman egoísmo, vanidad y avaricia hasta deformar el organismo, contaminar los apetitos más sublimes y moldear las emociones y los gestos con hipocresía y falsedad. Nada responde a la imagen que conservo de mí porque, frente al espejo, descubro a un desconocido.