Aquel verano lo pasaba la familia en el pueblo de Pajareras, en la vieja casa familiar de los abuelos. A su madre le quedaban unos días para salir de cuentas y andaban todos nerviosos a causa de su estado. El mes de julio estaba siendo caluroso, el sol recalentaba las paredes encaladas, las tejas de la cubierta y las piedras del patio, una flama asfixiante se colaba por los resquicios de las persianas acorralando al aire fresco de las habitaciones y su madre había caído en un preocupante estado de languidez. Se pasaba las horas sentada en una butaca de mimbre que había en el comedor, con las piernas en alto y dándose aire con un abanico de filigrana que le había prestado su suegra.
Para cuidar de su hermana María, un trasto de tres años, habían mandado llamar a una muchacha alegre y bien dispuesta que ya había servido en la casa anteriormente. Juanita tendría unos quince años e hizo muy buenas migas con la niña: la llevaba prendida de su falda dondequiera que fuese, como una prolongación de su cuerpo. Aparte de cuidar de la niña, Juanita echaba una mano en las labores domésticas, desde hacer los mandados de la compra hasta tender la sábanas en las aulagas del corral.
Por aquellos días un par de mujeres estaban encalando los patios. Aprovechaban las horas frescas de la mañana y Juanita, cuando tenía un ratito, las ayudaba. Como era delgada y liviana, la llamaban para rematar las paredes más altas. Ella se subía en la estrecha escalera de madera, colgaba el cubo de cinc en uno de los travesaños y extendía la cal con la brocha hasta el arranque del tejado. Y de allí arriba se cayó. Tal vez intentó llegar a algún rincón muy retirado o la escalera estaba mal asentada y se escurrió, el caso es que cuando oyeron el grito Juanita ya estaba volando por el aire. Se golpeó la cabeza en el empedrado del suelo y perdió el sentido al momento.
Con el revuelo que se organizó por el accidente, con los gritos y los llantos, la llegada de su familia y el desfile de las vecinas, a su madre le empezaron las contracciones y tuvieron que meterlas a las dos en el único taxi que había en el pueblo, un mil quinientos de color negro, y llevarlas a toda prisa al hospital comarcal, en una de cuyas salas nacía ella mientras en otra moría Juanita.
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