Ortega y Gasset ya decía en el siglo pasado aquello de:“Yo soy yo y mi circunstancia”.
Es muy fácil pensar cómo actuaríamos si nos viésemos ante determinadas situaciones, pero hasta que no suceden nos resulta imposible saber cómo responderemos ante ellas. Porque, por mucho que creamos conocernos a nosotros mismos y que crean conocernos los demás, somos seres del todo imprevisibles que, por muy claras que tengamos las supuestas líneas rojas que no queremos atravesar, dependemos de las actitudes de las otras personas con las que tendremos que interactuar en cada caso y de la confianza o el desprecio que nos despierten.
En el mundo laboral, a menudo nos encontramos con empleados cuyo rendimiento resulta óptimo cuando trabajan de forma individual, pero si se les asciende y se les integra en un equipo que tienen que pasar a liderar, se sienten perdidos y no son capaces de organizar las funciones a desarrollar por cada subordinado, porque no saben delegar y prefieren cargarse ellos con todo el trabajo antes de mandar a los otros que lo hagan. Los otros, viendo que el jefe no les controla, se relajan y bajan su rendimiento. Mientras el líder es capaz de sacar todo el trabajo, las cosas van bien y, de cara a sus superiores, su equipo funciona, pero el día que comienza a agotarse y los resultados empeoran le piden explicaciones a él, no a sus subordinados y la que acaba rodando es su cabeza. Pasa de ser un empleado ejemplar a un mal empleado. Estamos hablando de la misma persona, pero su comportamiento no ha sido el mismo porque sus circunstancias, su entorno y sus interlocutores eran otros.
También nos podemos encontrar con el mismo empleado ejemplar que, una vez ascendido a liderar un equipo, sea él quien decida relajarse y sobrecargar a los miembros de su equipo con las tareas que tiene que desempeñar cada uno más las que él mismo tendría que hacer y, sin embargo, acaba delegando en ellos. Su equipo trabajará muy duro haciendo horas de más mientras él se instalará cómodamente en su recién estrenada zona de confort esperando las gratificaciones y los elogios de sus superiores por los buenos resultados de su gestión. Y no dudará en presumir de sus medallas, atribuyéndose un mérito que, en realidad, les correspondería a sus subordinados.
Aunque sería muy preferible encontrarnos con el caso del mismo empleado decidiendo hacer las cosas bien, empezando por integrarse en su nuevo equipo, asumiendo su nuevo papel de líder, pero trabajando codo con codo con sus subordinados, escuchando sus sugerencias y teniéndolas en cuenta, motivándoles, ayudándoles a llegar donde ellos solos no pueden y prestándose a colaborar con cada uno de ellos cuando el tiempo se les echa encima y tienen que finalizar esas tareas sí o sí.
Trabajar en equipo, ese requisito que tantas empresas no dudan en solicitar para quienes aspiran a ocupar sus puestos vacantes, no equivale a que trabajen siempre los mismos mientras los que se lleven todos los honores les miren sin despeinarse. El verdadero trabajo en equipo es ser conscientes de que, juntos, podemos llegar más lejos, porque cuatro, ocho o doce ojos ven más que dos y varias mentes analizan mejor que una sola y varias manos pueden producir en el mismo período de tiempo bastante más que sólo dos.
Saber liderar es importante, porque siempre tiene que haber alguien que conduzca al equipo hacia donde la empresa ha decidido que debe ir. Pero no todos los líderes saben serlo, porque muchos se limitan a la consecución de los resultados al precio que sea, aunque comporte que algunos subordinados abandonen el barco en plena travesía por sentirse sobrepasados, ninguneados y mal pagados y otros tengan que trabajar el doble por el mismo salario y el mismo desprecio que los que han abandonado. Para conducir correctamente a un equipo hay que dejar claro quién manda, pero nunca debemos olvidarnos de la humildad, de la empatía, de la colaboración, de la educación a la hora de pedir las cosas, de la capacidad de motivar en los momentos más críticos y de la gratitud. Agradecerle a nuestros subordinados el esfuerzo que hacen día a día para conseguir los retos que nos han marcado a nosotros y por los que recibiremos una medalla. Porque, sin ellos, nosotros no conseguiríamos absolutamente nada.
En la sociedad actual, como en tantas otras que la precedieron, nos encontramos muchos tipos diferentes de individuos. Algunos pecan de un individualismo extremo y sólo parecen motivados a moverse por sus propios intereses, importándoles un bledo cuántas cabezas tendrán que usar como escalones para alcanzar sus metas.
No es difícil identificar a estos individuos en las empresas. Sobresalen por su desparpajo y su soberbia. Se pasan de revoluciones y creen de verdad que sus compañeros están ahí sólo para servirles a ellos y a sus imparables egos. Cuando trabajan como miembros de un equipo, suelen escaquearse de sus obligaciones todo lo que pueden. Si su equipo consigue buenos resultados estos ególatras serán los primeros en posar para la foto y en celebrar que han hecho un gran trabajo. En cambio, si su equipo fracasa o no consigue el éxito esperado, no dudan en desmarcarse del grupo y criticarles ante sus superiores: “Yo ya les advertí que no era una buena opción. Si hubiesen aceptado mi propuesta las cosas habrían salido de otra forma”.
Pero el caso es que estos singulares individuos siempre consiguen “viajar gratis” en los grupos en los que supuestamente trabajan. Este fenómeno del “free ride” ha sido muy estudiado en psicología social. Olson explica que, “cuanto mayor es el grupo, más pequeña será la fracción del beneficio total que recibe cada persona que actúa en beneficio del grupo”. Ello explicaría por qué las personas que sólo se mueven por el propio interés se impliquen tan poco y se acaben aprovechando descaradamente del esfuerzo de sus compañeros.
Afortunadamente, en esta misma sociedad, también hay muchos individuos que anteponen los intereses de los demás a los suyos propios. El altruismo también ha sido un tema recurrente en los estudios llevados a cabo desde la psicología social.
¿Cómo reaccionan los individuos cuando se encuentran ante alguien que necesita ayuda urgente? Alguien que se ha desmayado en la calle o que ha sido atropellado. Se ha demostrado que, cuando ante un hecho así tenemos la certeza de que somos los únicos testigos, reaccionamos de inmediato ofreciéndole a la víctima nuestro apoyo. Llamamos a emergencias, comprobamos cómo está la persona en cuestión, la protegemos, etc. En cambio, si ante el mismo accidente o fatalidad, vemos que enseguida acude mucha gente a socorrer a la víctima, nuestra reacción es distinta y probablemente pasaremos de largo, porque ya nos consta que esa persona está atendida.
Paradójicamente, esta menor implicación en las conductas de ayuda cuando hay muchos testigos podría equipararse a la reducción del esfuerzo por parte de los individuos que sólo se mueven por su propio interés cuando actúan en medio de grupos grandes en los que el grado de su participación puede pasar inadvertido.Tampoco actuamos igual ante una injusticia cuando maldecimos con rabia ante el televisor mientras cenamos en casa, que cuando nos sumamos a una manifestación callejera. Como individuos particulares medimos nuestros pasos y calculamos nuestras palabras por miedo de no vulnerar ciertas leyes. Pero, arropados por el anonimato que nos proporcionan las masas en las que participamos como átomos de una fuerza desmedida, somos capaces de transformarnos en otras versiones de nosotros mismos que hasta ese momento desconocíamos totalmente.
No somos las mismas personas cuando actuamos por nuestra cuenta y riesgo que cuando decidimos arrastrarnos por la cuenta y riesgo de otros, integrando la masa de la que hablaba Ortega y Gasset.
Tienen cierta dosis de razón las madres cuando a veces justifican las acciones imperdonables de sus hijos escudándose en la influencia que han ejercido sobre ellos las malas compañías.
El refranero español está lleno de citas que hacen alusión a esta circunstancia:
Cuidemos los espejos en que nos miramos y no permitamos que nos deslumbren los equivocados, los que sólo reflejan las medallas por el esfuerzo ajeno y las pensiones vitalicias por el trabajo que no hayamos hecho o hayamos hecho mal. Sigamos a los líderes que, de verdad, nos motiven con sus ejemplos y con su propio sudor y olvidémonos de los que viajan gratis porque alguien les educó para tener una vida regalada. Esos no son ejemplo de otra cosa que no sea su asqueroso ego y sólo deberían obtener nuestro más absoluto desprecio.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749