Todo lo que amamos, por lo tanto, nos limita. En nuestra supeditación a lo que tiene forma va incluida la ineludible dosis de renuncia a ir más allá.
También Dios encarnó su Espíritu, es decir, aceptó acotar sus sueños de infinitud dentro de la exigua monotonía de la forma. Pero mientras que nuestro Amor es tan sólo el reverso de apenas una ausencia, el Amor de Dios tuvo que contrapesar la nostalgia por la noche inmensa de la Nada. Para llegar a crear el mundo, tuvo Dios que renunciar primero a dar satisfacción a las demandas imposibles de su nostalgia infinita. La realidad es el molde restrictivo y decepcionante en el que acaban acotados finalmente los sueños utópicos de un Dios enamorado.
(De mi "Paradoja y Verdad. Propuesta de reforma del sentido común")