Aunque por principio la economía debería mejorar la efectividad del derecho al trabajo, para potenciar el desarrollo humano y el bienestar social, es evidente su colapso en cantidad y calidad.
Desempelo
La cansina recuperación económica, la soberbia para reconocer –y la parsimonia para remover-–las fallas del mercado consolidan la desocupación estructural como el perjuicio más ignorado; renunciamos a la utopía del pleno empleo para acoger la tasa de desempleo, declarada natural, como mal necesario para maximizar el aprovechamiento del capital.
Subordinados al condicionamiento inflacionario, impuesto por el axioma monetarista, reforzamos una parálisis degenerativa en la cual la austeridad (y la escasez) dejó de ser una paradoja, aparentemente inocua, para convertirse en una falacia inducida por esa tautología, que ha cobrado independencia.
Estancados en este ciclo, como algoritmo sin punto de restauración, continuamos prisioneros de ese dilema (del prisionero) sustentado en la presunción condenatoria del pecado original, entre el antagonismo y el sacrificio, como mecanismos de supervivencia (individual) y conservación (del juego), al punto que rescatamos bancos, embargados por algún ‘síndrome de Estocolmo’.
También podemos explicar este fenómeno aceptando la mutación de ese ‘gen egoísta’ que inocula la razón económica y regula nuestra conducta; en este marco, sesgado y perpetuado el juego, sin confianza e incentivos para cambiar o cooperar, el futuro luce sombrío (pensando en la ‘sombra del futuro’, Axelrod) porque los equilibrios dominantes no son óptimos.
Como sea, traicionado el postulado de eficiencia, la inelasticidad laboral hace estragos; también la moda de bonificar resultados defraudó valores, mientras que la elección forzada –como mecanismo de ‘selección natural’, para determinar promociones y despidos –presionó externalidades como el estrés y el burn-out–, que han motivado interés en la Oecd (oecdbetterlifeindex.org).
A propósito de esto, aunque se redujo la semana laboral entre la revolución industrial y la segunda mitad del siglo pasado, en la actualidad existen diferencias sustanciales entre los registros formales (horas nominales, legales) y los ‘informales’ (horas efectivas, reales), que permiten cuestionar esa evolución en la sociedad del conocimiento de nuestra época.
Extiendo esta conjetura hacia los contratos integrales, de ‘confianza’, situación inconsistente con la retórica responsabilidad corporativa, tal como sucedió con el becario alemán que falleció por efecto de las excesivas jornadas en las oficinas londinenses de Bank of America. Un fenómeno global, según parece. Saque sus propias conclusiones.
Si el trabajo dignifica al hombre, innovemos con propuestas progresistas, pues la redención por privatizar (o privar) el Estado de Bienestar no se logra ahorrando esfuerzos. Intervenir con solidaridad y sentido común muchas veces es útil y suficiente, ya que las alternativas complicadas o sofisticadas no necesariamente funcionan.
Cambiemos, entonces, ese principio de economía (del esfuerzo) o parsimonia por la Llave de Ockham, pues cambiar paradigmas, simplificar y flexibilizar esquemas, puede activar el empleo y apalancar la economía, balanceando productividad laboral y sostenibilidad.
Por ejemplo, New Economic Foundation, que nos califica como potencia mundial en felicidad, ha propuesto a diversos grupos de interés fórmulas para reducir, redistribuir o comprimir la jornada laboral hacia estándares 4/40 o 4/20 (días/horas).
Germán E. Vargas G
Catedrático /gevargas@gmail.com
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