¿Indignación, frustración, enfado, miedo, resignación? No. Desencanto. No encuentro otro término con el que definir mejor el estado de ánimo que me invade cuando me paro a reflexionar (un momento, sólo un momento...) acerca de la situación económica y política actual, no sólo en nuestro país, sino en todo nuestro mundo circundante; una situación para la cual, probablemente, la palabra “crisis” no resulta precisa (esto, creo, es otra cosa...) ni suficiente (esto, me parece, es algo más...). Y no creo que se trate de algo achacable a los políticos y/o a la política, sino que es un problema nuestro, de los habitantes (y, como tales, responsables) de este terruño.Ya sé que resulta políticamente muy poco correcto, en estos tiempos que corren, y con la que está cayendo, no arrimarle su ración de “cera” a esa clase política que asiste, entre la estupefacción, la incomprensión y el dolor, a la apertura de una veda que la ha convertido (si es que no lo fue siempre; es tan, tan cómodo...) en el muñeco del pim-pam-pum, la percha de todos los palos. Y no le faltan argumentos, más bien al contrario, a los promotores de la cacería -esos medios bajo cuyo infljujo el común de los mortales hace propias opiniones sobre las cuales apenas han hecho el esfuerzo de asimilarlas (menos aún, por supuesto, el someterlas a alguna especie de tamiz personal que requiera un mínimo trabajo intelectual)-, si tenemos en cuenta que, tras una situación relativamente ilusionante (aquella en que, en los albores de la crisis económica mundial, la política parecía dispuesta a asumir los mandos de una nave a punto de estrellarse irremediablemente,y someter al “Dios-Mercado” a los designios del ser humano común —es decir, el que no es, ni se parece a, George Soros...—), los políticos de todo el mundo han terminado abdicando y haciendo dejación absoluta de sus responsabilidades, autoinmolados en el altar del Dios antes mencionado, humillados y vencidos por los imperativos de ese ente invisible al que todos vivimos, en mayor o menor medida, sometidos.Pero tendemos a olvidar que todos podemos ser políticos, si queremos; que no hay ningún examen de ingreso, ninguna exigencia de titulación, es cuestión de mera voluntad; y que los políticos son nuestros representantes; aquellos de nuestros conciudadanos a quienes hemos otorgado la potestad (y la responsabilidad) de gestionar nuestros intereses públicos, comunes. Ni más, ni menos. Los problemas que ellos no resuelven (o que resuelven de forma inadecuada) no son SUS problemas, sino NUESTROS problemas; y la exigencia de responsabilidades, el control de su actividad, y el planteamiento de alternativas, ha de partir de los ciudadanos a quienes representan —que si, por lo demás, tienen el convencimiento de que son capaces de hacerlo mejor, sólo tienen que saltar al ruedo y ofertarse como alternativa—. Pero eso exige una implicación activa, una integración en mecanismos de participación colectiva, a la que parecemos no sentirnos llamados. Desidia, comodidad, anestesia; las excusas las podemos vestir con los vocablos más apropiados que se nos ocurran, pero no perderán por ello esa condición, la de meras excusas. Siempre resulta más placentero, y menos trabajoso, dar buena cuenta de un par de cervecitas frente a la pantalla del televisor (o en esa barra del bar desde la que pontificamos y arreglamos el mundo con dos tonterías y tres topicazos...) que quemarse las pestañas y devanarse los sesos en reuniones, informes, estudios, reflexiones y similares.Es lo que hay. Es lo que, a lo largo de años y años de experiencia en empeños colectivos de todo tipo y pelaje, he podido, con no pocas rabia y desilusión, constatar y sufrir. Y es lo que te tienta, un día sí y otro también, a tirar la toalla. Que tiren ellos del carro -aunque tiren poco y mal-, que ya estaré yo aquí esperando para decir lo mal que lo hacen (eso sí, sin aportar alternativas, sin ofrecer otras opciones). Y no es que esté en contra de la crítica; sin crítica, no se crece, no se mejora, y por eso no es sólo importante, sino necesaria, tanto la propia como la ajena. Pero no basta con la crítica. Hace falta algo más. Y no lo veo. ¿Lo ven ustedes, amigos lectores...?
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