Maldita la hora en que vino a Madrid persiguiendo un sueño. Maldita la hora en que ese sueño se hizo realidad.
Lo logró, llego a ser el mejor de lo suyo como decían en el pueblo del que ya no tenía noticia alguna.
Llegó a tener lo que siempre había deseado:el mejor coche, el mejor ático en el centro; la mejor casa en Menorca, una buena posición social; hasta la mejor mujer, la más deseada de las fiestas.
Pero nada de eso le llenaba, ni siquiera ella puesto que era como todo lo demás: un complemento del que presumir y por el que ser envidiado.
Se sentía solo. Vacío y triste. Sin ilusiones. Como un adicto a las compras que en el momento de firmar el justificante y conseguir el objeto anhelado ya sabe que no estará contento hasta volver a firmar de nuevo por otra cosa.
Siempre pensando en que gastar su fortuna, en que invertir para conseguir más,para llenar su vida con cosas que le hicieran un poquito más feliz. Y aún con varios millones de euros seguía sin poder comprar el significado de la dichosa palabra.
Quizá si alguna vez alguien se hubiera interesado sinceramente por como se sentía podría haberlo sacado de ese hastío y ese vagar por un mundo vano, pero estaba rodeado de cuervos y ratas a los que no les importaba otra cosa de él que no fuera su fama y dinero.
Y en su búsqueda por alicientes cayó al vacío infinito, cayó en una vorágine de alcohol y drogas donde solo podía escuchar voces interesadas y risas maquiavélicas. Donde sólo alcanzaba a ver caras desencajadas y alucinaciones disfrazadas de felicidad. Día tras día, noche tras noche, aunque para él no había diferencia alguna, solo era tiempo que transcurría lentamente, o rápidamente, no tenía noción.
Hasta que sin saber cómo, cuando, ni por qué, se encontró entre cartones, pidiendo limosna, sin más alimento que un vino barato ni más mujer que las que se buscaban la vida en la misma calle.
En una calle que no podía ser más irónica, en la calle del desengaño, donde cayó en la cuenta de lo que era la verdadera felicidad.