«Yo, de condición femenina y diecinueve años, empiezo ahora a poner por escrito un Retrato lo más completo y franco que me sea posible de mi persona, Mary MacLane, para quien en el mundo no hay parangón» (pág. 13). Con estas contundentes palabras se presenta la protagonista de Deseo que venga el Diablo (1902), que no es otra que su autora, Mary MacLane (1881-1929), nacida en Canadá y criada en Butte, Montana, donde redactó estas páginas cuando aún no había cumplido los veinte. Esta obra insólita y brutal revolucionó el panorama literariodel país, se convirtió en un éxito de ventas y crítica, dio lugar a cursos de escritura que imitaban su estilo y cambió la vida de MacLane, que se trasladó a Nueva York, donde continuó escribiendo libros y artículos e incluso hizo una incursión en el cine. Todo ello, en gran medida, gracias a su imagen de mujer políticamente incorrecta.Como anuncia la narradora en la primera frase, Deseo que venga el Diablo no es una novela al uso, sino un texto de tintes autobiográficos, escrito en forma de diario durante 1901. Ahora bien, MacLane no sigue un hilo cronológico para contar su historia, sino que escribe sobre su «vida interior», los pensamientos, inquietudes y desasosiego que bullen en ella, dando forma a un texto que apreciarán los lectores de Virginia Woolf y Clarice Lispector. Además, MacLane escribe —y aquí está su grandeza— con una voz socarrona, intensa, corrosiva y ególatra, tan fresca e irreverente que uno leería hasta las etiquetas del champú si estuvieran escritas por ella. Demuestra una formidable conciencia de estilo a pesar de su juventud, algo que hace recordar estas palabras de Alice Munro: «la autobiografía vive en la forma, más que en el contenido», y en este caso resulta conveniente tenerlo muy presente. Lo personal de estas páginas está en su mirada hacia los demás y hacia sí misma; poco importa que divague sobre el arte del Buen Comer, los cepillos de dientes o sus ancestros escoceses. ¿Y qué hay en las entrañas de MacLane? Su libro retrata el desamparo adolescente, el desamparo de la adolescente literata y apasionada que se siente incomprendida y sola en el mundo a pesar de estar rodeada de gente. Ignora a su familia, desprecia a las personas de su entorno («Butte es una ciudad de arena y aridez. Son gentes de alma necia», pág. 83); solo tiene una amiga, a la que apoda la Dama de las Anémonas, una mujer mayor que ella hacia la que profesa unos sentimientos exaltados que rozan el enamoramiento —otro motivo de polémica: deja entrever su bisexualidad— («¿Creéis que un hombre es el único ser del que puede una enamorarse?», pág. 120). MacLane pasa los días inmersa en una Vaciedad de la que quiere salir, aunque sea a costa de incorporar la Maldad en su vida («Soy joven y estoy sola como ninguna, y todo lo que es bueno está fuera de mi alcance. Pero todo lo que es malo…, eso sin duda está al alcance de todos», pág. 141).Aquí entra en juego el leitmotiv del libro: el deseo de que venga el Diablo, un Diablo que simboliza la felicidad, ya que ella, desde su desaliento juvenil, cree en la felicidad y está dispuesta a darlo todo a cambio de encontrarla. Entiende la felicidad como algo que rompa la monotonía, aunque sea a costa (o precisamente por) introducir la Maldad en ella. MacLane, orgullosa de ser «peculiar», cuestiona las convenciones sociales con su rechazo de la «mujer virtuosa», la casada ejemplar («No se me ocurre nada en el mundo similar a la pequeñez, mezquindad, repulsión y degradación pura y dura de la mujer que está bajo un techo atada a un hombre que en realidad no es nada para ella», pág. 56). En ocasiones, describe a su Diablo como a un hombre del que se enamorará, porque, por mucho que MacLane rebose soberbia en su voz, en el fondo está muy sola, añora la infancia que no volverá y desea lo que desean todos los adolescentes («Mi alma suplicante y expectante arde con un solo deseo: ser amada…, ay, ser amada», pág. 175).Esta edición incluye un epílogo escrito por la autora en 1911, casi diez años después. Durante la lectura, uno se pregunta qué opinaría ella de su libro tiempo después, cuando el ímpetu de la adolescencia se frenara y tuviera la oportunidad de ampliar miras. Y, tal y como era de esperar, la MacLane adulta se ríe de sí misma, de la ingenuidad de aquella cría con ínfulas que escribió lo que ahora llama «el librito». No ha perdido el brío de su voz ni su punto políticamente incorrecto, pero ha aprendido a valorar la compañía de los demás, Nueva York ha engrandecido sus experiencias y tiene una vida (interior y exterior) más rica que antes («El leopardo ha mudado sus manchas. Y también hay algunas manchas que, quieran o no, nunca cambian», pág. 221). Aun así, y a pesar de que se muestre crítica, Deseo que venga el Diablo sigue siendo fascinante, entre otras cosas, por estar escrita con la inmediatez del fulgor y la rebeldía juveniles, sin la digestión forzosa que conlleva la madurez.En el prólogo, Luna Miguel —otro acierto de Seix Barral: elegir a una escritora joven y alternativa para hablar de una escritora joven y alternativa— sugiere que MacLane se puede considerar una precursora del bloguero, puesto que la organización en entradas breves sobre sí misma y, sobre todo, el hecho de dirigirse al lector, de tener conciencia de ser leída (aunque entonces no sabía que publicaría), se asemejan bastante al actual formato blog. Su tono descarado, además, va en consonancia con la pérdida de respeto progresiva que han supuesto las redes sociales, la libertad para opinar sobre cualquier asunto y no siempre con las maneras adecuadas. Sea como sea, no cabe duda de que trasciende el género de los diarios íntimos y es precursora, en forma y fondo, de muchas obras posteriores.
Mary MacLane
Aun con estos precedentes, ha tenido que pasar más de un siglo para que Deseo que venga el Diablo se tradujera al castellano. Más de un siglo para conocer a la genial Mary MacLane («No soy buena. No soy virtuosa. No soy simpática. No soy generosa. Soy tan sólo y sobre todo un ser de intenso sentimientoapasionado. Siento… todo. Es mi genialidad. Me quema como el fuego», pág. 198), a la loca Mary MacLane («Soy una embustera nata», pág. 93), a la infeliz Mary MacLane («La Felicidad —el rojo del sol de poniente— es el deseo más intenso de mi vida», pág. 171). Con todo, los años no han restado frescura a su retrato, que todavía deslumbra por su capacidad para reflejar los sentimientos del adolescente incomprendido con una gran plasticidad narrativa y por atreverse a cuestionar el patriarcado sin pelos en la lengua. En fin, mejor tarde que nunca.