Deseos para después del confinamiento

Publicado el 05 abril 2020 por Benjamín Recacha García @brecacha

Abrazar a mis padres, a mi hermano y a mi pareja; jugar a fútbol con mi hijo; tomar esas cervezas prometidas por whatsapp con familiares y amigos; patear las montañas del Valle de Pineta (y cualquier otra montaña); disfrutar de los diversos proyectos literarios y de memoria histórica en los que estoy implicado y que no sabemos cuándo podremos celebrar… Poca cosa más. La verdad es que mis “ambiciones” personales para cuando esta pesadilla acabe son bastante sencillas y terrenales. No quiero comprar nada especial, ni viajar lejos, ni hacer grandes planes. Pasar tiempo con los míos, echar una mano donde pueda ser útil y escaparme a la naturaleza cuando sea posible. Eso es todo lo que necesito para sentirme realizado.

Ayer fue el cumpleaños de mi hijo. Él ya había asumido con resignación que estaríamos los dos solos en casa, que no habría fiesta ni regalos, que todo eso tendríamos que aplazarlo hasta no se sabe cuándo. Hicimos una tarta (quedó muy rica), sopló las cerillas (no había velas en el súper de al lado de casa), jugamos a un Quién es quién casero que dibujamos entre los dos y otro rato a The Simpsons en la consola. Recibió algunas llamadas de felicitación, y por la tarde lo llevé con su madre (es una de las excepciones a las restricciones de movilidad por el confinamiento). No fue el cumpleaños ideal, pero para mí, sin duda, fue el mejor día de las tres últimas semanas.

Mientras regresaba por la desértica autopista, en la radio pusieron “Quédate a dormir”, de M-Clan, una de tantas canciones pegadizas que uno canturrea sin  pararse a pensar realmente en la letra. Esta vez, sin embargo, quizás por el hecho de circular solo, relajado, sí la escuché, y me di cuenta de que en realidad estaba describiendo más o menos mi filosofía de vida. Supongo que se puede interpretar de varias maneras, pero me siento identificado con el “no quiero estar encima de ti, dudo que pudiera estar debajo”, “no tengo prisa por llegar, nunca he cogido un atajo”, “no quiero remar, y mucho menos naufragar”…

No aspiro a ser más que nadie, no creo que nadie deba ser considerado menos que otros nadies, no siento admiración alguna por las estrellas encumbradas por el circo mediático, lo único que admiro es la honestidad y el ser consecuente (que no resulta sencillo), y cada vez me causa más urticaria lo de la cultura del esfuerzo, lo de ganarse el pan con el sudor de la frente, y chorradas similares que lo único que hacen es perpetuar el clasismo: los pobres, a trabajar para ganarse el derecho a sobrevivir.

Quizás la letra de M-Clan sea menos “profunda”, pero me parece una declaración de intenciones interesante para lo que está por venir. Hace unas semanas, justo cuando se oficializó el confinamiento en España, escribí un artículo que titulé “Prisioneros”, en el que me mantengo al 100%; si acaso acentuaría más aun la parte que se refiere a lo que vendrá, porque no soy nada optimista al respecto.

Las muestras de solidaridad crecen, pero también las pruebas de que somos una sociedad podrida. No podría ser más repugnante la situación en que se hallan la mayoría de residencias en las que hemos confinado (mucho antes de la alarma sanitaria) a nuestros mayores. Es vergonzoso cómo cada uno busca salvar su culo, sea de lo que sea que hablemos; por ejemplo, de la escuela. Ahora se pretende retomar las clases on-line, porque claro, es lo mismo una familia que se puede permitir ordenadores y fibra para sus hijos que las que no saben cómo van a llegar a fin de mes, sin empleo, sin ingresos, sin hogar. Me dan asco quienes increpan desde los balcones a cualquiera sospechoso de no respetar el confinamiento y, sin embargo, no dudan en pedir lo que sea a domicilio. No podrían ser más hipócritas quienes aplauden cada tarde al personal sanitario, pero tienen seguro médico privado o son los primeros en quejarse de las huelgas de los empleados públicos.

Hay tantas incongruencias… Y yo no puedo evitar que crezca en mí la sensación de que vamos a peor. Ayer, cuando salí a comprar, veía a la gente con mascarillas, respetando la distancia, y sé que es lo que toca, que se trata de precauciones procedentes, pero sentía la inquietud en el ambiente, una atmósfera densa, cargada de desasosiego, y no puedo evitar pensar que después de esto va a aumentar el recelo, que vamos a ser más individualistas (todavía más), que todos vamos a ser sospechosos de portar algún virus mortal. Y cuando acabe esto lo que vamos a necesitar es precisamente todo lo contrario: más humanidad, que todo sea más sencillo y más cercano.

Hay quienes dicen que juntos venceremos al coronavirus, que demostraremos una vez más que “somos un gran país”. Ja. No creo que lo hayamos demostrado nunca. De entrada, a mí eso de dotar a las denominaciones administrativas de personalidad propia me chirría muchísimo. Los países no demuestran nada, no son nada. Quienes demuestran cosas son las personas, sean de donde sean; las comunidades que forman esas personas. Y lo que ha demostrado repetidamente la comunidad de personas que habitan ese lugar denominado España (o Catalunya, o el territorio que sea) es que no le duele en absoluto abandonar a sus mayores, ni a las familias que no pueden permitirse lujos tecnológicos para sus hijos, ni a las que no pueden pagarse un hogar, y que prefiere mil veces enfrentarse por cuestiones identitarias y territoriales a luchar hasta donde haga falta por unos servicios públicos tan dignos como sea preciso o por unas condiciones laborales tan justas como sea necesario para garantizar la vida digna de todos sus habitantes, sea cual sea su procedencia. Habría que luchar por la abolición del trabajo como medio de subsistencia, pero soy consciente de lo utópico de la cuestión.

Faltan aún varias semanas para que vayan retirándose las restricciones. El planeta está agradeciendo como nunca la reducción del ritmo de las economías capitalistas. Hace décadas que la contaminación atmosférica no registraba valores tan bajos. En cuanto la naturaleza tiene la oportunidad, recupera lo que le ha sido robado. ¿Aprenderemos de esto? Lo comprobaremos en cuanto se vuelvan a permitir los cruceros y los vuelos turísticos, en cuanto el consumo se dispare a pesar de la precariedad de millones de familias, en cuanto la obsesión por producir vuelva a marcar el ritmo de nuestra sociedad. Entonces olvidaremos que la contaminación provoca millones de muertes cada año, eso no será causa de alarma mientras podamos disfrutar de nuestro iphone nuevo, de ese loquesea que traen desde la otra punta del mundo o de nuestras vacaciones a miles de quilómetros de distancia. Eso sí, tendremos mucho cuidado en depositar el plástico en el contenedor amarillo.

En fin, no me hagáis mucho caso. Como no soy capaz de escribir ficción, en este domingo cualquiera de encierro me ha dado por desahogarme un poco. No me lo tengáis en cuenta. Feliz cuarentena.