Desfiles y fiesta nacional

Por Eduardomoga
El lunes pasado, día del Pilar, bajé a Barcelona a comer con mi madre, que se llama Pilar. Se me había olvidado que el 12 de octubre es la Fiesta de la Hispanidad, que mi madre sigue llamando Día de la Raza, el nombre que le dio Franco. Franco estaba obsesionado con la cosa étnica: así se titulaba también, Raza, la novela que publicó en 1942, y que había inspirado el guión de la película de Sáenz de Heredia, con ese mismo título, estrenada un año antes. Cuando iba por los pasillos que conectan los ferrocarriles de la Generalidad con el metro, empecé a ver gente envuelta en banderas españolas. También había muchos con camisetas de la selección nacional de fútbol, la roja que no hay que confundir con el rojo, una figura que a estos probos ciudadanos no les debe de gustar nada—, y otras con lemas unionistas o antiindependentistas. Bajaban todos de la plaza de Cataluña, donde recordé que se celebra, desde hace algunos años, una manifestación de exaltación patriótica. Si el 11 de septiembre los otros se reúnen en la Diagonal o la Meridiana, estos lo hacen en pleno centro de la ciudad. Quizá así compensen simbólicamente que son muchos menos y se hagan notar más. Ruidosos lo son, como todos los enardecidos por una causa superior. De hecho, estaban radiantes de alegría, con sus pancartas, sus leyendas en el pecho y su maquillaje rojigualdo en los mofletes. Se les veía poseídos por la pasión colectiva: esa transmutación del yo, que pasa de sujeto crítico e irrepetible, a pieza de un engranaje que lo uniformiza y trasciende. Algunos, sin embargo, no solo se dedicaban a carcajearse y hablar alto: también daban gritos de reivindicación. Tres o cuatro manifestantes con los que me crucé aullaban: "¡Àrtur Mas, cámara de gas!". Angelitos. El rugido revelaba que, cuando algunos españolistas tachan a Mas y los independentistas de nazis, saben de lo que hablan. Luego, después de comernos la paella que mi madre nos había preparado a mi hijo y a mí, me enteré por las noticias de que el reciente líder del PP en Cataluña, Xavier García Albiol (al que los presentadores de las tertulias de la caverna llaman, familiarmente, "Xavi"), había asistido a la manifestación de la plaza de Cataluña para expresar, con sus conciudadanos, su sentimiento de pertenencia a la gran nación española. El mundo, desde luego, necesitaba saber que Xavi García Albiol se siente muy orgulloso de ser español. Que sufre algún tipo de retraso mental ya se sabía. Y también que es partidario de limpiar Badalona (¿de qué? ¿de quién?) y de soltar alguna hostia cuando sea menester, como ya hizo en aquel escrache en su ciudad: salió de donde estaba y le endiñó un tortazo a uno de los que protestaban. Este mamporrero ha sido el elegido por los estadistas de la calle Génova para renovar el PP en Cataluña y hacer frente al desafío independentista: la brillantez de unos se corresponde con el aticismo del otro. También después de la comida vimos imágenes por la televisión del desfile de las Fuerzas Armadas con ocasión del Día de la Hispanidad. Siempre me ha intrigado que las celebraciones patrióticas (que no nacionalistas: el nacionalismo lo practican los otros, los malos: catalanes, vascos, patagones o manchúes) se sustenten en el Ejército. ¿Por qué no hacer desfilar, por ejemplo, a escuadras de enfermeras y médicos de los hospitales públicos, o de directores de cine (Pedro Almodóvar portando el guion de la unidad quedaría esplendoroso), o de cocineros de fama internacional (propongo al airoso Alberto Chicote para que lleve en este caso el estandarte), o de profesores de instituto, o hasta de poetas? Debo reconocer que la sincronizada marcialidad de los desfilantes siempre me ha provocado un cosquilleo de placer. Y no soy el único: no recuerdo si era André Gide o Paul Valéry el que decía que esa unión perfecta de los batallones que marchan a los mismos acordes le transmitía una sensación de armonía y plenitud que no encontraba en ninguna otra manifestación social. Algo muy parecido debían de sentir los asistentes al desfile, principalmente vecinos del barrio de Salamanca que dejaban un momento en el suelo la bandera nacional de plástico que portaban y se desollaban las manos aplaudiendo al paso de las distintas unidades. No obstante, y si uno se fijaba bien, las ovaciones hacían sutiles distingos. Las más estruendosas recaían en la Benemérita, querida y admirada por todos, y en la Legión, con su paso rápido, su cabra garrida (que seguía la dirección de la marcha sin desviarse ni distraerse en ningún momento, a pesar de los apetitosos arriates de flores con los que se cruzaba) y esos uniformes tan lustrosos, que dejan ver casi hasta el ombligo los torsos peludos y marcan paquetes de órdago. La Unidad Militar de Emergencias, sin embargo, concitaba menos entusiasmo, a pesar de la fanfarria de sus boinas amarillas. Si la había creado Zapatero, no podía ser muy buena. La contemplación del desfile me hizo recordar mi propia participación en estos fastos militares. Cuando hice la mili, fui gastador y miembro del Servicio de Vigilancia. Como gastador, en el cuartel -un centro de instrucción de reclutas- participaba en todos los actos de jura de bandera, y había uno cada tres meses. Me harté de desfilar, con un serrucho a la espalda, ante padres emocionados, que veían a sus retoños prometer a la Patria hasta la última gota de su sangre, y ante una tribuna en la que se situaban los mandos del acuartelamiento y alguna que otra autoridad militar venida de Alicante. Por suerte, era un desfile breve, aunque no exento de jirimejias castrenses: en varias ocasiones hubimos de hacer malabarismos con los cetmes y ofrecerlos, con un solo brazo extendido, a los oficiales que nos contemplaban. Aún recuerdo lo que me sorprendió que el arma no se me cayese en el pie, me hiciese tropezar y, conmigo, a todos los que desfilaban detrás: a mí, que era -y sigo siendo- incapaz de sentarme a una mesa a comer sin derribar un vaso, una botella o la fuente de las aceitunas. Pero el desfile que no se me ha olvidado, ni se me olvidará nunca, fue el que protagonizó una compañía del Servicio de Vigilancia, en representación de todo el cuartel de Rabasa, por las calles de Alicante durante la Semana Santa. El Ejército, por supuesto, tan católico, había de sumarse a las celebraciones religiosas de la ciudad. Y, si los legionarios llevaban a pulso al Cristo de la Buena Muerte en la cruz, los soldaditos de Rabasa bien podían pasearse por Alicante con sus galas y banderines. Que el Estado fuese laico no impedía -y sigue sin impedir- que una de sus principales instituciones, las Fuerzas Armadas, abrazase públicamente un credo: le autorizaba a ello la historia, la fe y los cojones. Así pues, para allá que nos fuimos. Eso sí: estuvimos ensayando dos semanas antes. El Ejército no podía quedar mal: tenía que asegurarse de que la unidad que aportase no estuviera compuesta por un montón de desharrapados que marchase como después de una cogorza. Un teniente coronel nos pillaba por la tarde y nos enseñaba a desfilar como a una falange macedonia, con templanza a la par que firmeza en el paso. Íbamos de un extremo a otro de una calle del cuartel, con el arma al hombro, maldiciendo nuestra suerte. Había hambre en el mundo, guerras en los cuatro rincones del planeta, pobreza y agitación en nuestro país, y el hombre ni siquiera había averiguado todavía si Dios existe, pero allí estábamos nosotros, dedicados a la fructífera tarea de cargar con un fusil y marcar el paso en un rincón de aquel erial llamado cuartel. Un día, para animarnos, vino el coronel, el capo, el jefe supremo. Era alto y corpulento, y estaba decidido a asegurarse de que dejáramos bien alto el pabellón del Centro de Instrucción de Reclutas. Acalló al teniente coronel -que sospecho le parecía demasiado blando- y nos iluminó con su saber. Quiso que desfiláramos a paso ultrarrápido y nos dio ejemplo. Para ello nos arengó antes con la promesa de una recompensa insólita: una consumición gratis en la cantina del cuartel. "¡Un bocadillo de jamón, un bocadillo de jamón, mi coronel!", precisó el teniente coronel. Y así, fortalecidos por la perspectiva de un bocadillo de jamón, además de con el agradecimiento de la Patria, salimos detrás del coronel, que marchaba, en efecto, como si alguien le hubiera metido una piula en el culo. Pero el muy cuco aprovechó el primer giro para apartarse lindamente de la marcha y dejarnos a nosotros en el fregado. Sus berridos impedían que desistiéramos: "¡Vamos! ¡Que se vea cómo marchan los hombres de Rabasa! ¡Os quiero más tiesos que la polla de un legionario!". Así estuvimos, corriendo como Fernando Alonso, por aquella avenida polvorienta, hasta que, desgalichada la marcha hasta el caos, con los hígados fuera y los cetmes por el suelo, el coronel tuvo a bien acabar con el suplicio. No creo que hubiésemos aprendido a desfilar mejor, sino más bien lo contrario, ni, por supuesto, hubo bocadillo de jamón alguno ("¿Un bocadillo de jamón?", le dijo el cantinero al primero que se lo reclamó, "me vas a chupar el rabo primero a mí y luego a tu padre": en el Ejército se hablaba con sutileza inigualable), pero los mandos se quedaron muy tranquilos sabiendo que sus hombres se habían ejercitado bien en el difícil arte de la marcha. Por fin fuimos a la ciudad. A mí, el más alto del grupo, me tocó portar el banderín de la unidad. Y, después de permanecer formados más de una hora delante de una iglesia de la ciudad, empezamos a recorrer las calles, entre un gentío transido de fervor bélico y cristiano, valga la paradoja. Algo perturbó ese fervor que el banderín que llevaba chocase contra el letrero de una pescadería que sobresalía de una fachada, pero yo hice por recomponerlo enseguida y, desde ese momento, estuve muy atento a la cartelería de la ciudad, que se había revelado un insidioso enemigo de la marcialidad que se suponía debía guardar el acto. Con cada rótulo amenazante, yo desviaba lo suficiente el guion como para eludirlo, pero debía hacerlo sin que se notara demasiado, así que me iba desplazando y meneando el asta sin perder la línea de marcha que marcaba el teniente que nos mandaba. Me pasé el desfile mirando simultáneamente al suelo y al cielo, como los jueces de línea para determinar los fueras de juego, y acabé más que aturdido: acabé estrábico. Pero la cosa no terminó ahí: al llegar a la avenida principal de la ciudad, habíamos de hacer el rush final. No estaba previsto que lo presidieran las autoridades militares de Alicante, con un general, nada menos, a la cabeza, pero allí estaban, con fajines y condecoraciones, en un estrado discreto pero visible. El teniente, que se dio cuenta cuando ya casi estábamos a su altura, se giró hacia mí y ordenó, urgido: "¡Vista a la derecha!". Para eso están los estandartes que preceden a las unidades: para transmitir visualmente a los soldados, que no las pueden oír, las órdenes de los mandos que las encabezan. Y con la misma urgencia del teniente, así hice yo: incliné el guion a mi derecha y miré a la tribuna de los jefes, y sentí cómo detrás todos hacían lo mismo, mirar a la derecha, mientras pasaban, con marcialidad simpar y hondo patriotismo. Ah, quién lo hubiera dicho. El coronel nos había enseñado bien. Aunque no nos hubieran dado ningún bocadillo de jamón.