Desfragmentación

Publicado el 07 octubre 2010 por José Angel Barrueco
En “Beautiful Girls”, esa modesta y entrañable película del ya fallecido Ted Demme, Willie Conway (Timothy Hutton) regresaba a su pequeña ciudad natal para asistir a una de esas reuniones de antiguos alumnos en las que los presentes suelen descubrir con resignación los zarpazos que les ha asestado el tiempo. Pero el reencuentro era sólo una excusa del guionista. Lo interesante consistía en la búsqueda del tal Conway, quien, casi rozando los treinta años, se debatía sobre su futuro: si seguir ejerciendo de pianista con talento y escasos ingresos, si casarse con su novia, si convertirse en alguien responsable o continuar en el tramo del eterno Peter Pan. Este regreso a los orígenes le permitía reencontrarse con sus amigos, con su familia y, sobre todo, con la ciudad donde creció. El hogar al que vuelves es un sitio en el que nada cambia (o lo hace despacio), en el que ya no importan tanto los problemas cotidianos. En la película, esos deberes y obligaciones eran eclipsados por cuestiones más banales pero más enriquecedoras para el ánimo: averiguar la identidad de esa desconocida que entra al bar de cabecera, enterarse de los últimos chismorreos entre quienes cometían traición conyugal… Pronto el pianista entraba en una espiral de rutina. Una rutina agradable en la que se emborrachaba cada noche con los viejos amigos, desayunaba en familia y hacía nuevos colegas. Algo del estilo a “Atrapado en el tiempo”, aunque sin la sensación de estar atrapado que consumía a Bill Murray.
En esas ocasiones, es decir, cuando uno regresa a la patria y pasa allí unos días, incluso aunque salga de una rutina para acabar metiéndose en otra, es cuando uno descansa de verdad. Aunque sólo acuda una vez al mes (o dos, en casos excepcionales), es lo mismo que yo siento cuando vuelvo a Zamora. Conozco a algunos amigos que, viviendo también en Madrid, ven la provincia como un descanso. En mí, a menudo, esto posee ciertos efectos balsámicos. En mi tierra, en ese par de días al mes en el que me muevo entre familiares y antiguos colegas, todas mis inquietudes y todos mis problemas cotidianos se diluyen, cosas que me parecían sumamente importantes pierden esencia y sentido, y episodios anecdóticos como si Fulano fue o no a tu recital, disminuyen su importancia. A eso se añade que rehúyo, salvo alguna obligación de última hora, conectarme a internet, y entonces ese mundo sobresaturado de blogs, foros y muros de Facebook que ninguno de nosotros sabe cómo explicar a nuestras madres, deja de tener sentido. Allí, cuando uno vuelve, lo que importa es lo que se cuece en la calle, en la taberna, en la cafetería de la esquina, en la sobremesa familiar.
Esto, como digo, actúa de bálsamo sobre mí y me rebaja el estrés. Agradezco en cierta manera esa rutina porque, en mis visitas a la ciudad natal, sigo acudiendo al mismo pub y a la misma peluquería y me detengo siempre en los mismos escaparates (los de las librerías) y recorro con frecuencia las mismas calles y algunas veces elijo otras calles más recónditas para lograr algo que en pocos sitios consigo: caminar por aceras y callejones por los que no pasa nadie. Sin embargo cualquier hábito, si se practica con exceso, cansa: hace años, cuando pasé tres semanas en Molsheim, un pueblecito bucólico y adormilado de Estrasburgo, me di tantos paseos solitarios por calles silenciosas y desérticas que terminé detestando esa rutina. De estas visitas regreso con la mente limpia, reordenada, igual que si hubiera sometido el cerebro a una de esas desfragmentaciones con las que saneamos de vez en cuando los ordenadores.
El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla