Ahorrémonos la misericordia: es un engaño. Hace mucho, muchísimo tiempo que no hay un bar en la planta de arriba. Ni por supuesto tampoco una terraza. Su lugar lo ocupan las oficinas de la Autoridad Portuaria, impecablemente opacas en el más amplio sentido de la palabra.
Aún así soy un gran aficionado al primer piso. Por la fachada oriental entra un sol amodorrado que en las primeras horas de la mañana combina a la perfección con las esperas de embarque. He montado allí una oficina volante y furtiva, de la que han salido varios textos fugaces como este.
Basta con reclinarse un ratito sobre el alféizar de la ventana para asistir al goteo de pasajeros, en su mayoría turistas, que ascienden seducidos por la falsa promesa de un café. Cada cinco minutos aparece uno y probablemente me quedo corto en la estadística. Abundan las familias con niños hambrientas de desayuno.
Disculpen, insisto, la poca calidad de la foto. Pero es que resulta ilustrativa de lo esclerótico, chapucero, ajado, rancio y lamentable que puede llegar a ser este país. Varios cientos de jornadas han pasado desde que el cartelito de las narices dejó de tener algún sentido. Y nadie con la capacidad de hacerlo ha considerado conveniente retirarlo, a pesar de que le han pasado literalmente por encima todos esos mismos santos días.
España está podrida de desidia. Es una enfermedad endémica e incurable que, en comparación, deja tibio al ébola. Y no, esto tampoco lo arregla el de la coleta.