En estos días hubo fuertes discusiones acerca de la pobreza y la desnutrición infantil en la Argentina, que ponen al descubierto no sólo solamente un desacuerdo en los números.
Casi todos los observadores de indicadores concretos de la evolución de algunos parámetros socio-económico-ambientales de nuestro país coinciden en afirmar que hasta el año 2008 hubo un importante proceso de disminución de la pobreza y que, a partir de entonces, hubo un amesetamiento primero, e incremento luego, de los niveles de pobreza e indigencia.
A partir de la intervención del INDEC, por aquel mismo tiempo, dejó de haber cifras oficiales confiables. Otras fuentes cubrieron ese vacío. No fueron impertinentes metidos improvisados. La gran mayoría ya venía trabajando en investigación de campo y, hasta ese momento, en coincidencia aproximada con los índices oficiales. El Observatorio de la Deuda Social de la UCA, Sindicatos, Provincias, Legislaturas, Organizaciones No Gubernamentales fueron supliendo esa carencia.
Es elocuente que en las últimas semanas obispos de diversos lugares del país hayan expresado su preocupación por situaciones persistentes de pobreza, a la cual se refieren como estructural. Las voces vinieron de diversas regiones: NOA, NEA, la Patagonia, y han puesto en la mesa el drama de muchas familias.
La palabra “desnutrición” asusta, agobia, avergüenza (¡y en buena hora!) pero no es un fantasma inmortal e invencible; es cruda realidad. Mamás adolescentes o de mayor edad pero con problemas de alimentación y carencias psico-socio-afectivas dan a luz bebés que necesitan una atención particular para no quedar con retrasos madurativos irreversibles.
Y en esos primeros años no sólo necesitan de la alimentación adecuada. Tan importante como eso es el amor, la estimulación, el aliento para crecer, sonreír, cantar, jugar.
Como dijera hace unos días el Dr. Albino en un programa de televisión: “Los chicos necesitan que les canten ‘el payaso Plin-Plin’ y muchos mimos y besos”.
Los pequeños mal alimentados son niños tristes porque, más allá de su situación familiar, no son amados, no son reconocidos en sus derechos. Se los invisibiliza, se los ningunea. No existen.
Para buscar soluciones hay que mirar la realidad. No nos interesa señalar culpables, aunque seguramente los habrá. A los que somos religiosos nos mueve la fe, porque en los pobres reconocemos la carne de Cristo sufriente, como no se cansa de señalarnos el Papa Francisco. Queremos encontrar responsables que se hagan cargo de las situaciones más acuciantes que persisten.
No necesitamos que nos describan el bosque. Adentrémonos en él para cuidar cada brote frágil de vida. Mientras tanto, buena parte de la sociedad mira para otro lado. Porfiando por seguir perdiendo generaciones de argentinos sanos y activos que hagan grande la patria en serio para todos y todas. No cedamos ante la anestesia de la indiferencia.
Monseñor Jorge E. Lozano
Obispo de Gualeguaychú y presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral SocialFuente: clarin.com