Después del desastre

Por Cayetano

Todavía recuerda María el día en que se topó con el viejo vagón de ferrocarril en medio del bosque, la emoción que sintió al ver aquel artefacto metálico enorme, oxidado, con las ventanillas rotas y la vegetación trepando por todas partes, invadiendo al intruso aquel y apoderándose de todo su interior.
María nunca había visto nada parecido. Mejor dicho: jamás había visto un vehículo del tipo que fuera. Ningún coche, ningún avión, ninguna bicicleta... y mucho menos un vagón de ferrocarril. Y todo porque ella había nacido en otro tiempo, cuando ya no había máquinas, ni para vivir se necesitaban artilugios que funcionaran con energía artificial. Cuando llegó al mundo, la gente se calentaba y alumbraba con leña del bosque y se aseaba como buenamente podía con agua calentada directamente en el mismo hogar donde se cocía la comida.
Y fue en la cueva cuando, emocionada por el hallazgo, su abuelo le contó cómo era el mundo antes de que ella naciera. El abuelo era muy sabio y explicaba pacientemente a la niña cómo era esto y cómo era lo otro. Y la niña atendía con los ojos muy abiertos.
Todo lo que relataba el abuelo se le antojaba como algo fantástico que ocurrió mucho antes de la gran destrucción, antes de que la estupidez humana acabara con la humanidad misma; bueno, con buena parte de ella. El día del apocalipsis. María no llegó a vivirlo, aunque algo notaría pues su madre andaba embarazada de ella cuando todo acabó.
Pero aquello ya pasó. Y ella y los suyos lograron sobrevivir. La civilización se derrumbó de la noche a la mañana como un castillo de naipes. Y allí estaba el testigo de aquel tiempo pasado: el viejo vagón comido por la vegetación. Una evidencia de que la naturaleza se había impuesto sobre las ruinas de un mundo que terminó devorándose a sí mismo. Y aquel era el lugar de juegos preferido de María, donde daba rienda a su imaginación e inventaba mil y una aventuras. Para la niña, aquel artefacto oxidado hacía el papel que, para otros niños de otros tiempos, representaba el castillo encantado o la casita de muñecas.
Hasta que llegó el día en que encontró la caja. Era una caja preciosa, metálica, con mucho colorido, de esas de galletas inglesas. Topó con ella por casualidad, jugando. La encontró debajo de uno de los asientos. Y dentro de la caja, viejas fotografías. Casi todas con manchas y con ese aspecto mate de las fotos envejecidas o sometidas a cambios de temperatura o humedad. Y las fotos de aquella caja se convirtieron en su tesoro más preciado. Y las contemplaba una y otra vez, asombrada, con los ojos muy abiertos; como cuando el abuelo le contaba aquellas historias antiguas. Y en ellas pudo descubrir extraños artefactos nunca vistos hasta entonces. Y edificaciones de cuando las personas vivía en casas y no en cuevas o chozas hechas con ramas. Y gentes con ropas muy nuevas, no esos harapos con los que se cubrían ahora. Y mujeres muy guapas, arregladas y con bonitos peinados. Eso fue sin duda lo que más le impactó, porque ahora todo el mundo andaba con la cara sin maquillar y con el pelo muy corto o rapado, para evitar las colonias de piojos que pululaban por todas partes.
Y había fotos de niñas como ella, con aspecto sano y feliz. Pero solo una era su preferida: la de la mujer joven de la bonita sonrisa. Una chica, como de veinte o veintidós años, con una mirada clara, limpia, la de un ser que todavía no ha sufrido en su vida ni en la de sus seres queridos la pena o la enfermedad; una sonrisa franca y amable, nada impostada. Y esa mirada y ese gesto de la boca iban dirigidos solamente a María. ¡Cuánto tiempo hacía que no encontraba en su entorno algo parecido! Los gestos de sus familiares eran serios, graves, las miradas ligeramente acuosas pero sin brillo, el tono apagado... Estaban tristes. Se percibía que algo tremendo había ocurrido para que eso fuese así. Por esa razón, la foto era como encontrar otro mundo, otra gente que vivía su tiempo de otra manera, con alegría y esperanza en un futuro prometedor. Y María se aferraba a la imagen como si le fuera en ello la vida. Por eso, la sacó de la caja y la guardó entre sus pobres ropas. Era su secreto. La llevaría siempre consigo, como una reliquia, como un amuleto protector, como la estampa de una diosa de una nueva religión que fundaría ella y a la que cada noche le dedicaría sus últimos pensamientos pidiéndole que a los suyos nunca les faltara alimento y salud.