Después del horror (1)

Por Tiburciosamsa
Rithy Panh
¿Qué hacer cuando uno ha visto el horror cara a cara y ha sobrevivido? ¿Cómo justificarse antes los miles, los millones, que no sobrevivieron? ¿Cómo hacer que la vida después siga teniendo un sentido? Muchos de los que han sobrevivido a esas situaciones, han descubierto que la única tabla de salvación era contárselo a los demás, para exorcizarlo, para que no cayera en el olvido, para que nunca más se repitiera. 
Me encanta el inicio del relato que hace el narrador de “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad: “No quiero molestaros con lo que me ocurrió a mí personalmente (…), sin embargo para que comprendáis el efecto que tuvo en mí, deberíais saber cómo llegué allí, lo que ví…” Y así de esa manera tan modesta, el narrador comienza a relatar los horrores que presenció en el Congo belga. 
Nadezhda Mandelshtam, al comienzo de su libro de memorias, dice: “Al oír sobre la última detención, nunca preguntábamos “¿por qué lo detuvieron?”, pero éramos la excepción”. Así, con sencillez, Mandelshtam nos introduce en una sociedad, la URSS de Stalin, donde cualquiera podía ser detenido en cualquier momento, donde cualquier conocido podía ser un informante, donde su marido Osip Mandelshtam era un cadáver andante, alguien que ya estaba sentenciado y sólo quedaba por saber la hora en la GPU decidiría finalmente detenerlo. La tensión para quienes estaban en la lista negra era tan grande, que hubo quienes se presentaron directamente en el cuartel de la GPU. Preferían terminar con la incertidumbre cuando antes. La tortura real nunca podría ser tan mala como la tortura que noche tras noche anticipaban antes de dormirse. 
Primo Levi sí que conoció la tortura de la anticipación y la tortura real. Su libro “Si esto es un hombre”, también comienza sin pretensiones: “Tuve la suerte de no ser deportado a Auschwitz hasta 1944, y después de que el gobierno alemán hubiera decidido, a causa de la escasez creciente de mano de obra, prolongar la media de vida de los prisioneros que iba a eliminar concediéndoles mejoras notables en el tenor de vida y suspendiendo temporalmente las matanzas dejadas a merced de particulares.” Lo que resulta chocante es esa frase tan banal de “tuve la suerte”. Uno está acostumbrado a decir “tuve la suerte de que el autobús viniera justo cuando llegué a la parada” o “tuve la suerte de que el profesor me preguntara justo la pregunta que mejor me sabía”. La suerte de Levi consistió en que no le deportaran a Auschwitz en 1943, sino en 1944. De pronto la frase “tuve la suerte” se me ha quedado atravesada en la garganta.
El cineasta camboyano Rithy Panh comienza su libro de memorias “La eliminación” diciendo: “En 1975 tenía trece años y era feliz. Mi padre había sido jefe de gabinete de varios ministros de Educación sucesivos. Se había jubilado y era senador. Mi madre cuidaba de sus nueve hijos…Es el tono con el que uno comenzaría las reminiscencias de su infancia. Después vendría el relato de los partidos de fútbol en el recreo, las vacaciones en la playa, el primer amor. En “La eliminación” lo que sigue es el horror y párrafos como éste: 
Aquella mañana me crucé con mi madre a la que dos hombres llevaban al carro de los bueyes. El jefe del grupo, que me caía bien, tenía prisa y me ha dicho: “¡Vamos al hospital de Mong!” Yo todavía caminaba con dificultad. No pude acercarme. No pude hablar con mi madre, darle ánimos. No puede agradecerle lo que había hecho por mí: por mi pie, por todo, por la vida. Me saludó de lejos, con los brazos en torno a sus porteadores y me dijo estas frases que habrían sido irónicas en otras circunstancias: “Hay que marchar en la vida, Rithy. Pase lo que pase tienes que marchar”.No era un consejo. Era una orden. Se me hizo un nudo en la garganta. Esbocé un saludo, dulce y lejano. Nunca la volví a ver. Lo que sucedió después me lo contó mi hermana mayor; no sé de otros testigos. Cuando mi madre llegó al hospital, su hija de 16 años acababa de morir. Todavía estaba sobre su plancha de madera. El cuerpo tibio. En paz. Los piojos escapaban del cráneo hacia los hombros y los brazos, buscaban otro ser humano de sangre caliente. Mi madre se acercó, se sentó junto a su querida hija, la brillante, la que había amado tanto. No dijo una palabra. Por lo demás ya no dijo nada a partir de ese momento. Pero tuvo un gesto lejano, magnífico en su sencillez, un gesto de los campos de su infancia. Despiojó a su hija muerta. Encontraron un cortaúñas en su puño cerrado. Mi hermana tenía que el Angkar la casase con un combatiente mutilado o desfigurado, como a algunas chicas de su unidad. Guardaba esta cuchilla minúscula para cortarse las venas. Y es la enfermedad la que ganó. Sé que su cuerpo fue enterrado ese mismo día en la fosa común en la que trabajé más tarde. Mi madre se tumbó en la plancha de madera en la que su hija había muerto y esperó su turno.”
El genocidio camboyano está muy presente en la obra de Rithy Panh. Es el tema de sus películas “Bophana, una tragedia camboyana”, que es la historia de un cuadro del khmer rojo y su mujer que fueron purgados,“S-21 la máquina roja de matar” (S-21 era el código de la prisión de Tuol Sleng, donde entre 17.000 y 20.000 personas fueron asesinadas), “Duch, el señor de las forjas del infierno”, que retrata al director de Tuol Sleng” y, más recientemente la galardonada “La imagen que falta” sobre la experiencia de vivir bajo el régimen de los khmeres rojos.
Rithy Panh ha explicado en varias ocasiones lo que le lleva a revisitar el genocidio camboyano una y otra vez. “Debo mi vida a aquellos que murieron, tengo una deuda que pagar. Es mi deber entregarme a aquellos que aún siguen con vida (…) Inconscientemente creo que este deber se remonta a cuando mi madre me habló del entierro de mi padre, la noche de su muerte [su padre murió porque se negó a seguir comiendo], cuando no quiso acompañarle a la fosa común porque no encontraba que fuese un final digno de un hombre como él .” Es una experiencia muy común entre los supervivientes, sentir que tienen una deuda con los muertos. Casi como si haber sobrevivido cuando tantos otros murieron, representase algún tipo de pecado. Pecado, no, pero sí que puede imbuirle al superviviente de un pesado sentimiento de responsabilidad: si sobreviví fue para algo, este tiempo extra que me concedieron milagrosamente tengo que aprovecharlo adecuadamente, no puedo desperdiciarlo. Rithy Panh lo expresa de esta manera: “… cuando se vive lo que yo he vivido y no se muere, se tiene la obligación de dar testimonio. Transmitir la palabra de los muertos es esencial para mí.” En ese afán de dar testimonio hay algo más que hace que para mí Rithy sea excepcional: “No hay solamente que transmitir el recuerdo del genocidio, sino también el mensaje de la bondad, de la generosidad.”, incluso en medio del horror uno, sigue siendo posible esforzarse porque quede algo de bondad, algo de humanidad. 
No sólo están los muertos, también están los vivos. Hay que impedir que olviden en un intento de impedir que el genocidio se repita. “Me encantaría pensar que cada testimonio es una pequeña piedra que ayude a construir una muralla contra una amenaza aún vigente, tanto aquí como en otro sitio: el retorno de la barbarie.” Lo lamento, Rithy, pero catorce años después del final de los khmeres rojos en tu país, tuvimos el genocidio rwandés y la comunidad internacional nuevamente prefirió mirar hacia otro lado. Me gustaría pensar que testimonios como el tuyo servirán para que la barbarie no se repita, pero desconfío.