En 2003 rodó “S-21 la máquina de matar de los khmeres rojos”. En ese documental reúne a dos de los 7 únicos supervivientes de Tuol Sleng, Vann Nath y Chum Mey y los confronta con sus captores en los locales del antiguo instituto que los khmeres rojos convirtieron en cárcel y que hoy es el museo del genocidio.
Las escenas más chocantes del documental son aquéllas en las que los antiguos guardianes reproducen el pasado. Rithy lo explica de esta manera: “Incapaz de describir claramente su trabajo de la época a través de las palabras, Poeuv acepta mostrar lo que hacía cuando era guardia. Ejecuta de forma minuciosa los gestos de antaño, que regresan simplemente, mecánicamente. Su cuerpo conservó la memoria de los gestos que hacía en la prisión y cada actitud está acompañada de las órdenes que él grita como si, súbitamente, en este espacio vacío, cincuenta prisioneros estuvieran de nuevo bajo su responsabilidad”.Uno siente que al comienzo de la escena, que dura unos tres minutos, Poeuv no se lo cree todavía del todo, está escindido entre el Poeuv del presente que está realizando una representación teatral y el Poeuv del pasado que le sigue habitando. Y a medida que la escena progresa, es el Poeuv del pasado quien va ganando más terreno.
En otra escena, están los antiguos guardianes reviviendo una reunión de trabajo de hace treinta años: en otra cárcel, un guardián descuidó un arma y un prisionero cuya cadena era demasiado larga, la cogió, mató al guardián y luego se suicidó. Uno de los guardianes afirma con algo que incluso hoy suena a orgullo profesional que a él eso no podría ocurrirle, porque les encadena los pies a la pata de una mesa.
Para mí, el gran misterio, que el documental no me resuelve del todo, es cómo una persona normal se convierte en torturador y cómo, cuando el horror ha terminado se reconcilia con lo que hizo. Aunque sus cuerpos recuerden lo que fueron en cuanto se ven en el escenario de sus crímenes, sus mentes se revuelven. Rithy cuenta cómo al principio intentaban mentir, denegar su responsabilidad. Y ahí entraba Nath, el superviviente, para recordarles lo que hicieron. La vergüenza que denota la mentira, es la prueba de que les queda algún rastro de humanidad. Porque ése es uno de los grandes mensajes de Rithy a lo largo de su obra: que siempre quedan rasgos de humanidad, incluso en lo más hondo del horror, no sólo en las víctimas, sino también en los verdugos.
Los guardianes representan al 90% de la humanidad. Gente como nosotros que fue entrenada para torturar y encontraron que lo podían ejecutar con la misma naturalidad que cualquier otro trabajo que les hubieran encomendado. Es lo que Hannah Arendt denominaba “la banalidad del mal”. Eichmann, incluso cuando le estaban juzgando en Jerusalén presumía de que era un funcionario probo y eficaz que cumplía con diligencia de las tareas que le habían encomendado. Para Eichmann era un timbre de orgullo haber sido capaz de organizar, en medio de la guerra y los bombardeos, la logística ferroviaria necesaria para trasladar millones de personas a su muerte. Uno piensa que en otras circunstancias, Eichmann habría podido sentirse igualmente orgulloso de haber asegurado la vacunación contra la polio de 200.000 niños de Sri Lanka o de haber organizado un campeonato de mus en el Hogar del Jubilado de Zamora.
Eichmann y nosotros mismos somos poco interesantes. Los interesantes son ese 5% que hicieron que Eichmann dedicase sus pocas luces a organizar un genocidio y no un campeonato de mus. Sin Hitler, Himmler y Goebbels, Eichmann habría sido un probo funcionario dedicado a tareas aburridas.
Hannah Arendt no tuvo la ocasión de entrevistarse con Hitler, Himmler ni Goebbels, así que no tuvo acceso a la parte del mal que no es banal, sino verdaderamente maligna. Rithy fue más afortunado. No sólo pudo entrevistar a simples guardianes de Tuol Sleng, sino que también pudo acceder al director de la prisión, Kaing Guek Eav, alias Duch.
En 2010 pudo entrar en contacto con Duch, que estaba siendo procesado por el Tribunal que juzgó a los khmeres rojos con 30 años de retraso. Durante los siguientes años pudo entrevistarle durante 300 horas. El resultado de esas entrevistas es el documental que realizó el año pasado, “Duch, el señor de las forjas del infierno”, así como una parte del hilo argumental de “La eliminación”. Detrás de ambas obras está la búsqueda de una respuesta: “Deseaba comprender cómo este hombre cultivado, que no es un asesino nato, se convirtió en un criminal del genocidio y cuáles fueron sus elecciones”.
La experiencia de trabajar con Duch fue agotadora y en parte decepcionante. Al comienzo Duch había dicho que estaba dispuesto a que buscasen juntos la verdad de lo sucedido. Pero, según explica Rithy, “cuando se aproxima a la verdad, Duch se da cuenta y da inmediatamente media vuelta. No cesa de mezclar la confesión y el rechazo de la confesión (…) Se refugia en un mar de palabras para enterrar la verdad, para esconder su responsabilidad.” Así, cuando Duch afirma: “Me fuerzo a olvidar para no estar demasiado atormentado. Y a base de forzarme, olvido realmente.” ¿Verdad o una mentira más?
Duch era profesor de matemáticas. Una ironía para Rithy, cuyo padre también fue profesor, pero eligió una vía muy distinta. Sus antiguos colegas le describían como un hombre competente y organizado. Era un hombre que había leído a Rousseau, a Montesquieu y a Marx. Le preocupaban la justicia y la solidaridad. Y entonces a comienzos de los sesenta se convirtió a una ideología totalitaria, que le hacía una higa a cualquier idea de humanidad. Dice Rithy: “El proyecto de los khmeres rojos estaba deshumanizado, era un laboratorio clínico donde todo el mundo debía vestirse de negro, tener el mismo corte de pelo. Todo el mundo come y vive de la misma manera. Camboya era el terreno de juego ideal para este experimento de comunismo perfecto. Un solo idioma, un solo pueblo, aunque haya minorías, no somos más que cinco millones…”
Lo interesante es que a pesar de los años y las mentiras, Duch no puede impedir que a ratos aflore su vanidad, el orgullo de haber participado en ese experimento monstruoso. En muchos momentos del juicio contra él y contra los demás líderes del khmer rojo se percibieron sus esfuerzos por salvaguardar la ideología que habían defendido. Sí, tal vez hubo excesos, pero la intención era pura.
Rithy encontró muy perturbador que en su segunda entrevista, cuando le preguntó cómo debería dirigirse a él, Duch respondiese: “Llámeme Duch”. Al final, la identidad que queda, la que reclama, es la del torturador. No quiere que se le reconozca ni con su nombre original, ni con la identidad de cristiano renacido bajo la que se ocultaba.
Ésa es otra curiosidad de Duch: su conversión al evangelismo. Rithy piensa que el budismo con su doctrina del karma le era insoportable, porque le aseguraba eones de reencarnaciones en los infiernos para purgar el mal hecho. El evangelismo es la religión perfecta para un genocida. No tiene más que encontrarse con Jesucristo, dirigirse directamente a él, renunciar al asesinato, y está salvado. Resultaba inevitable que el país de la comida rápida fuese también el inventor de la salvación instantánea.
¿Cuál es el juicio final sobre Duch? Según Rithy, “Duch no es ni un hombre banal ni un demonio, sino un organizador educado, un verdugo que habla, olvida, miente, explica y cultiva su leyenda (…) No es un monstruo ni un torturador fascinante. Es “un hombre que reflexiona”. Pero su fracaso en reconocer lo que hizo u ordenó a otros que hicieran, le impide progresar hacia la comunidad humana”. Creo que ahí hay una clave muy importante sobre quienes instigan los genocidios: su falta total de empatía, un rasgo que, por cierto tenían Hitler y Mao. De ahí se deriva luego su falta de arrepentimiento. Son capaces de ver el daño que fueron. Los muertos no son más que un daño colateral, los huevos que tienes que romper si quieres hacer una tortilla. Porque, en el fondo, aunque hayan pasado muchos años, no han renunciado a su utopía, ya se llame “comunismo” o “Reich de los Mil Años”.
Este año Rithy regresó al período de los khmeres rojos con la película “La imagen ausente” (“L’image manquante”), que fue premiada en Cannes. El germen de la película está en una noche de insomnio en la que se puso a revisar imágenes de archivo. De pronto, en una película de minuto y medio, reconoció a su padre. Los khmeres rojos se esforzaron en destruir las imágenes de la Camboya anterior a su régimen y procuraron que en los documentales dorados bajo su égida sólo apareciesen imágenes de hombres y mujeres trabajando. Nunca las imágenes del genocidio y las torturas.
En “L’image manquante” Rithy intenta restituir esas imágenes que faltan. Junto a escenas documentales del khmer rojo, otras escenas recreadas con figuritas de madera recrean esa parte de la realidad que el khmer rojo intentó borrar. Para mí ésa es la parte más esperanzadora de la obra de Rithy Panh: siempre subsistirá una parte de humanidad que no se dejará borrar.