Destierro de El Cid El caballero castellano Rodrigo Díaz de Vivar, más conocido como El Cid, vivió e incluso protagonizó durante la segunda mitad del siglo XI los avatares de la mayoría de los reinos cristianos y musulmanes que dominaban la península Ibérica en aquel periodo. En el siguiente texto se recoge el fragmento del Cantar del Cid (también denominado Cantar de Mio Cid) donde da comienzo el manuscrito de 1207 transcrito por el copista Per Abbat, quien ha sido considerado por algunos investigadores como el verdadero autor de este importante poema épico castellano medieval dedicado a la figura de tan popular guerrero. La parte seleccionada del poema prescinde de la transcripción del texto antiguo preparado por el filólogo e historiador español Ramón Menéndez Pidal para reproducir únicamente la prosificación moderna llevada a cabo por el erudito mexicano Alfonso Reyes.
Fragmento del Cantar del Cid. El Cid convoca a sus vasallos: éstos se destierran con él. (Sigue el relato de la Crónica de Veinte Reyes y se continúa con versos de una Refundición del Cantar.—Adiós del Cid a Vivar (aquí comienza el manuscrito de Per Abbat) Convocó a sus deudos y vasallos, díjoles cómo el rey le mandaba abandonar su tierra dentro del corto plazo de nueve días, y que quería saber quiénes de ellos estaban dispuestos a desterrarse con él y quiénes no. —Y a los que quisieren venir conmigo —añadió—, que Dios se lo pague; y de los que prefieran quedarse aquí, quiero despedirme como amigo. Y su primo hermano, Álvar Fáñez, le contestó: —Con vos, Cid, con vos iremos por yermos y poblados, y no os hemos de faltar mientras tengamos alientos. En vuestro servicio se nos han de acabar nuestros caballos y mulas, dinero y vestidos. Ahora y siempre hemos de ser vuestros leales vasallos. Todos aprobaron lo que dijera don Álvaro, y el Cid lo agradeció mucho a todos. En seguida partió de Vivar, encaminándose a Burgos. Desiertos y abandonados quedan sus palacios. Con los ojos llenos de lágrimas, volvía la cabeza para contemplarlos (por última vez). Y vio las puertas abiertas y los postigos sin candados: vacías las perchas, donde antes colgaban mantos y pieles, o donde solían posar los halcones y los azores mudados. Suspiró el Cid, Ileno de tribulación, y al fin dijo así con gran mesura: —¡Loado sea Dios! A esto me reduce la maldad de mis enemigos. Agüeros en el camino de Burgos Ya aguijan, ya sueltan la rienda. A la salida de Vivar vieron la corneja al lado derecho del camino; entrando a Burgos, la vieron por el lado izquierdo. El Cid se encoge de hombros, y sacudiendo la cabeza: —¡Albricias, Álvar Fáñez —exclama—: nos han desterrado, pero hemos de tornar con honra a Castilla! El Cid entra en Burgos Ya entra el Cid Ruy Díaz por Burgos; sesenta pendones le acompañan. Hombres y mujeres salen a verlo; los burgaleses y las burgalesas se asoman a las ventanas; todos afligidos y llorosos. De todas las bocas sale el mismo lamento: —¡Oh Dios, qué buen vasallo si tuviese buen señor! Nadie hospeda al Cid.—Sólo una niña le dirige la palabra para mandarle alejarse.—EI Cid se ve obligado a acampar fuera de la población, en la glera. ¡Con cuánto gusto le hospedarían! Pero nadie osa, por miedo a la saña de don Alfonso. Antes de anochecer han llegado a Burgos cartas suyas con prevenciones muy severas y autorizadas por el sello real. Mandan que nadie dé posada al Cid Ruy Díaz, y que quien se atreva a hacerlo sepa por cierto que perderá sus bienes, y además los ojos de la cara y aun el cuerpo y el alma. Gran duelo tienen todos. Huyen de la presencia del Cid, no atreviéndose a decirle palabra. El Campeador se dirigió a su posada; llegó a la puerta, pero se encontró con que la habían cerrado en acatamiento al rey Alfonso, y habían dispuesto primero dejarla romper que abrirla. La gente del Cid comenzó a llamar a voces; y los de adentro, que no querían responder. El Cid aguijó su caballo y, sacando el pie del estribo, golpeó la puerta; pero la puerta, bien remachada, no cedía. A esto se acerca una niña de unos nueve años:
—¡Oh, Campeador, que en buen hora ceñiste espada! Sábete que el rey lo ha vedado, y que anoche llegó su orden con prevenciones muy severas y autorizadas por sello real. Por nada en el mundo osaremos abriros nuestras puertas ni daros acogida, porque perderíamos nuestros bienes y casa, amén de los ojos de la cara. ¡Oh, Cid: nada ganarías en nuestro mal! Sigue, pues, tu camino, y válgate el Criador con todos sus santos.
Así dijo la niña, y se entró en su casa. Comprende el Cid que no puede esperar gracia del rey y, alejándose de la puerta, cabalga por Burgos hasta la iglesia de Santa María, donde se apea del caballo y, de hinojos, comienza a orar. Hecha la oración, vuelve a montar, y, saliendo por la puerta de Santa María, cruza el Arlanzón. Al lado de Burgos, pasado el río, está el arenal donde acampa, manda izar la tienda y deja el caballo. Así el Cid Ruy Díaz, que en buena hora ciñó espada, cuando ve que no le acoge nadie, decide acampar en el arenal. Muchos son los que le acompañan. Allí se instala el Cid como en pleno monte. También le han vedado comprar sus viandas en el pueblo de Burgos, y nadie osaría venderle ni la ración mínima que se obtiene por un dinero. Fuente: Cantar del Cid. Según el texto antiguo preparado por Ramón Menéndez Pidal, con la prosificación moderna del Cantar por Alfonso Reyes y el prólogo de Martín de Riquer. Madrid: Espasa-Calpe, 1977.