Es mejor ver cine o leer un libro, por mediocres que sean las obras, que no intentar al menos, disfrutar de lo supuestamente poco aprovechable que halla en ellas, o eso pienso yo. Peor sería, con todos mis respetos, si en su lugar nos dedicamos a ver fútbol o programas de cotilleo, los cuales de por si no añaden nada y por el contrario, fomentan de lo peor que llevamos dentro. En el caso del fútbol podría ser distinto, pero las competiciones están tan adulteradas, las instituciones son tan parciales, y la educación deportiva tan brillante por su ausencia, que acaban destrozando su misma esencia. La cuestión es que cualquier manifestación artística puede aportar cosas, unas más que otras, pero salvo algunas excepciones, el arte es siempre positivo.
También pienso que no es recomendable el ansia por destripar el final de una película antes de que este llegue. Me parece que se ha ver tal y como al guionista, director, productor, o cualquier otro responsable de su autoría, decidieran en su día mostrarlo.
El sentido de la maravilla, o la capacidad de dejarse llevar por la imaginación, extasiándose por lo que dicho viaje nos muestra y sin reparar en detalles minuciosos, buscando deslices, errores o afanándose por adivinar el final especulando sobre múltiples de ellos, es fundamental en mi parecer para la Ciencia-Ficción. Aquellos que pasan tardes enteras pasando fotograma a fotograma una película para buscar el detalle, la anécdota, el error, el desliz, bien sea en el propio hacer cinematográfico o en el supuesto deber de la pulcritud científica, creo que poseen esta capacidad sensorial algo perjudicada. Por supuesto que esto no significa pasar por alto cualquier error científico o argumental, pero que en cualquier caso debe primar el disfrute y dejarse llevar por el mensaje o sensaciones, por las que el autor decidió en su día realizar su creación.
El pasado agosto sucedió una combinación de acontecimientos que puede que en otra línea temporal no se dieran, pero que en esta dimensión me han trastocado todo lo dicho anteriormente. Los sucesos fueron la lectura del relato corto Llámame Joe (Poul Anderson, 1957) y la posterior pero muy cercana en el tiempo aparición del tráiler de Avatar (J. Cameron, 2009), que se prometía como una verdadera revolución del Cine y la Ciencia-Ficción, pero que el poco argumento que se descubría partía de unas premisas extraordinariamente iguales a las del relato de Anderson, al que ni tan siquiera mencionaban y que escribió cincuenta años antes.
Cuál hubiera sino mi reacción si estos dos sucesos no hubieran estado tan cercanos o si no hubiera conocido el relato de Anderson; que todo hay que decirlo, fue gracias a que los editores de Nova decidieron exprimir el gancho de Orson Scott Card para sacar una especie de refrito de relatos de hace medio siglo; es algo que no podré conocer jamás (no hasta que sea posible explorar universos alternativos, claro)
El resultado desde aquella conjunción de alternativas probables cuya función de onda, como dirían los físicos, colapsó en la situación descrita, forma una serie de acontecimientos que han ido derribando como fichas de dominó, varios pilares personales de ese sentido de la maravilla. Un sentido de la maravilla que al quedar trastocado y herido, puede que me haga ver con otros ojos, seguramente medio ocultos tras unas gafas de 3D, la ciencia-ficción que se nos avecina.
La propiedad intelectual
Uno de estos pilares personales es el del concepto existente en la sociedad de propiedad intelectual. Todo empezó cuando después de ver el tráiler de Avatar vinieron a mi mente las enormes coincidencias con el relato de Poul Anderson. Sinceramente, desee que fuera solo una impresión inicial el efecto que me produjo, y que a poco que se descubriera más sobre la película quedaría como una simple anécdota o coincidencia. No solo no fue así sino que por lo que se ha ido descubriendo, Avatar puede que sea uno de los casos más escandalosos de apropiación no consentida de propiedad intelectual y tomadura de pelo masiva que se puedan encontrar (aunque prefiero no buscar otros porque seguro que haberlos haylos)
En las discusiones sobre si Avatar es plagio, copia, simple inspiración, o como la gente quiera llamarle, confieso que me he sentido desencajado ya que, no solo no se niega la tremenda similitud sino que se justifica como si fuera de lo más normal que un señor, solo por tener más dinero, pueda hacer una película cuyo guión, personajes, situaciones, etc, están basados hasta niveles espectaculares en los trabajos de personas que están vivitas y coleando como Ursula K. LeGuin o Boris Strugatsky, o bien han fallecido hace muy poco como en el caso de Anderson y cuyos familiares directos están todavía a buen seguro entre nosotros; y sin tan siquiera mencionarles.
Esta falta de aprecio por la autoría intelectual, tan extendida y consentida, a favor de exageradas prácticas comerciales, me ha dejado desconcertado. Más aún si tenemos en cuenta que una de las criticas que se destaca dentro del mensaje del Avatar de Cameron, es este: el del capitalismo sin escrúpulos, pero que él mismo practica.
(continua)