Duró poco. Algo así como ese típico cuarto de cada hora en que te invade un pesimismo grave, aunque fugaz, por fortuna; si no fuese porque luego llegan las ganas de escribir sobre ello. Fue por los resultados de la extrema derecha en las recientes elecciones en Portugal —un «espectro», le hace escribir hoy El País a Lídia Jorge—, en las que cuadruplicó sus votos y obtuvo cincuenta escaños —tenía doce. Pensé en que era otra consecuencia de la desafección por la política en términos generales y una respuesta crispada a la arbitrariedad que olvida a la ciudadanía que votó. El eco de aquello resonaba en el «lodazal» que para Ángels Barceló, en su editorial de las ocho de la mañana del pasado lunes 18, es el escenario de la política española estos días; tan tremendamente bochornoso y poco edificante que Antonio Muñoz Molina («La cara de vergüenza», el día 16), Manuel Vicent («Tirad de la cadena», el 17) y el editorial de ese mismo día en ese mismo medio de El País («Una política degradante») coincidían en el reproche contundente a unas maneras intolerables. Como si se hubiesen puesto de acuerdo. Y, aunque dignidad obligue, son como los avisos legales —tan forzosos y tan estériles— que llevan los anuncios de bebidas alcohólicas o de juegos de azar para que se haga un consumo responsable. Como un paliativo inútil administrado por los mismos medios que vocean la inmundicia porque vende más que la decencia; y, si no, prueben a contar las páginas del periódico que hay que pasar para llegar a una noticia que sea verdaderamente de interés y servicio públicos. Da mucha penita. Menos mal que esta semana hubo Día Mundial de la Poesía y que afortunadamente siempre me pilla en clase con algún poema. Llevaba en la cartera los de Tomás Sánchez Santiago, que acababa de recibir (El que menos sabe, León, Eolas Ediciones, 2024); pero me ajusté al programa: Elena Garro, Idea Vilariño, Ida Vitale... De esta leímos en sílabas contadas que la palabra poética nos cura y nos protege de los destrozos de los días.