El extravagante vienés Edgar G. Ulmer era (es) uno de esos reyes sin corona de la serie-b, poseedor de una inabarcable (por sinuosa, por ilocalizable, por fantaseada, por todo) carrera que abarca desde el mudo hasta la década de los 60. Aunque más que ese título y esa categoría le correspondería la del de Mago de lo atmosférico a la fuerza, del espacio fantasmal, de la poesía del arreglárselas, o quizás el de Sultán de lo barato o de cualquier otra categoría inventada que estuviera por debajo de esa “b” que, para Ulmer, era una aspiración de lujo en comparación a los irrisorios presupuestos que solía manejara y a los leoninos tiempos de rodaje de los cuales disponía. Director genial, en cualquier caso; por naturaleza y porque no le quedaba más remedio, personalidad dotada de un sentido del cine admirable, único.
Ruthless, otro extraño melodrama, poco visto y menos difundido, que pasa por contar con uno de los presupuestos más holgados de su carrera (lo cual tampoco es mucho decir). Historia profundamente americana, novelesca y potencialmente vulgar, sublimada por el talento del director y su singular manera de acercarse a cualquier material, convirtiéndolo casi por sistema, en una ensoñación, en una muy cinematográfica zona de choque entre lo real y lo alucinado. Ulmer la filmó con el respaldo de la Eagle-Lion y un presupuesto notablemente mayor del que solía manejar (lo cual no es mucho decir pues este ascendía prácticamente a nada) carga con el lugar común de ser conocida como «el
La película representa una adaptación de la novela Prelude to Vight del, para mi desconocido, Dayton Stoddart, a la cual no cuesta imaginar como un best-seller de temporada plagado de personajes «más grandes que la vida», pasiones desaforadas, obsesión por el dinero, veladas referencias a cierta escabrosidad erótica y demás ingredientes habituales de estos guisotes literarios. Un material ideal para la manipulación sin complejos y para que un talento mayúsculo para el delirio y la fantasmagoría como el de Edgar G. Ulmer lo sublimara, convirtiendo la vulgaridad en alucinación. Todo parece un cliché pero nada lo es bajo el prisma de una atmósfera más cercana al duermevela que a cualquier noción de realismo. Cabalgando sobre elipsis radicales, el recuerdo tamiza los hechos que abarcan desde la infancia hasta el momento presente y que en un estructura poéticamente circular comienzan y acaban en el agua, primero como renacimiento y luego como muerte.
El protagonista, un feroz inversor de Wall Street llamado Horace Vendig —un sorpresivamente espléndido Zachary Scott, actor habitualmente asociado a papeles villanescos o ambiguos cuyo estilo gélido (léase limitado) y físico inquietantes traducen a la perfección la incomodidad sinuosa que Ulmer pretende— es presentado en una fiesta en su lujosa mansión a través de los ojos del que fuera su mejor (y único) amigo, Viv Lambdin —personaje a cargo del magnífico Louis Hayward, actor con menos suerte de la merecida que repetiría con el director en la memorable experiencia italiana de El pirata de Capri en 1949— y su joven acompañante Mallory, que como en breve descubriremos es la perfecta réplica física del primer amor de ambos, Martha, al mismo tiempo la primera gran traición de la vida de Horace. Este doble papel recae en otra actriz de suerte desigual, notable talento y presencia melancólica: Diana Lynn, pronto exiliada en la televisión, su talento sereno y sus ojos tristes no terminaron de encontrar sitio en Hollywood, comenzó muy joven, trabajó con Billy Wilder en El mayor y la menor (1942) y con Preston Sturges en The Miracle of Morgan’s Creek (1944), y falleció con sólo cuarenta y cinco años. Merece la pena detenerse un momento en las actrices de esta película. Todas ellas son casi rarezas, intérpretes demasiado especiales para el momento, más aún que sus dos protagonistas masculinos, los dos de carrera errática y frustrante, perfectas en más de un sentido para el cine de Ulmer en general y para esta película en particular.
Reconduciendo el relato de nuevo hasta la película en sí toca mirar a su estructura interna, la cual, más allá de los saltos, no mucho más que un truco para otorgar sofisticación, se divide en dos bloques perfectamente separados por la aparición desestabilizadora de Sydney Greenstreet. Nada sabemos del personaje al cual interpreta este grandioso secundario cuando aparece, solo vemos a un viejo abotargado, un alcoholizado que molesta a una mujer durante la fiesta, una mole humana con la mirada perdida más semejante a los restos de un naufragio que a un hombre. Sobre cómo terminó así gira la segunda parte del film, superior en prácticamente todos los aspectos a la primera, en la cual asistimos al progresivo enfriamiento del corazón de Horace Vendig, desde que salva a la pequeña Martha de morir ahogada, forja su odio en la figura de su madre y recibe
En la segunda mitad, en cambio, el molesto órgano ya ha sido extirpado y sustituido por una válvula fabricada en piedra y orgullo que le empuja a devolver la humillación que el millonario Buck Mansfield le propina durante una cena de negocios seduciendo y quitándole a su mujer (ahora descubrimos quiénes son Greenstreet y la mujer que molestaba), a la que, pero supuesto después él mismo apartará a un lado una vez exprimidas todas sus posibilidades. La cruda aspereza de este tramo (Horace asiste impasible al suicido de uno de sus socios principales que espera desde hace días fuera de su despacho) contrasta aún más con la suntuosidad formal de Ulmer, como si su estilo se volviera más refinado según más despiadado resulta su protagonista
Así pues, se acumulan momentos memorables, el principal la larga secuencia de la demolición de Mansfield, filmada de modo insuperable, muy wellesiano (esta vez sí) mediante el empleo opresivo y expresivo del encuadre, la exactitud significativa en la planificación y la sutileza en el empleo del decorado: en un plano largo, estático vemos como el corpachón decidido de Mansfield atraviesa un largo pasillo tras abrir una doble puerta, el leve contrapicado deja ver el techo, las sombras forman raras arquitecturas y la profundidad de campo relaciona el segundo plano (Mansfield cada vez más pequeño acercándose a la puerta del dormitorio) con el primero, presidido por un retrato enmarcado de su esposa situado sobre una mesa.
El tercio final, desarrollado ya completamente en el presente, es otro de los momentos álgidos de la película, aquel en el que el tono irreal se hace patente con más fuerza, donde el pasado (Mallory/Martha mezcladas en la venenosa relación entre Vic y Horace) y el presente, lo real y lo espectral, parecen fusionarse, de un modo que, no se muy bien porque me parece intuir como una influencia posible sobre la alucinatoria Érase una vez en América (1984) de Sergio Leone. No es raro que esta película, obsesivamente nocturna por otra parte, tenga su clímax final en un embarcadero que parece el camino a ningún lugar, iluminado por ristras de bombillas que otorgan una textura de poderosa abstracción y que hacen de ese instante la contrafigura de otro: en un lugar similar abandonó a la primera Martha y, ahora, intenta recuperarla mediante un simulacro del recuerdo. Tanto que es capaz de superar el potencialmente ridículo y abracadabrante duelo final entre Greenstreet y Scott que culmina con la desaparición de ambos y una frase final soberbia, definitiva: «No era un hombre. Era un modo de vida».•
Publicado originalmente en Cinearchivo