Hoy hago puente. Quizá el último que disfruto en el corto-medio plazo si antes no choca contra la Tierra un meteorito, concretamente contra el Congreso de los Diputados y lo deja reducido a cenizas y a sus señorías padeciendo una extraña amnesia. No es un deseo, no es que quiera el mal de nadie, es sólo una hipótesis que condicionaría el futuro de todos, seguramente a mejor.
La intención de suprimir buena parte de los puentes, excepto algunos religiosos (con la Iglesia hemos topado), es loable: mostrar al resto de Europa, sobre todo a los alemanes, qué trabajadores somos los españoles. En un país con el 25% de desempleo esto puede resultar una tarea imposible. Así, en lugar de promover políticas que impulsen el empleo, no hay más idea que la de hacer algo más desgraciados a los que aún todavía hoy trabajan: ya saborearán las mieles de la ociosidad cuando se queden en paro, deben pensar estos grandes estrategas de la nada que nos gobiernan. Lo más deprimente de todo, además de quedarse sin puentes (que al fin y al cabo cada trabajador decide cogerlos a cuenta de los días de vacaciones anuales, así que no son días extra de asueto) es que el Gobierno se preocupe más por dar una imagen de España como país trabajador que de que lo sea realmente. La reforma laboral aprobada y aplicada luego como una apisonadora por empresarios no ha hecho más que agravar la situación: facilitando los despidos y condenando a los que todavía tienen trabajo a la precariedad más absoluta. Y ahora, además, sin días de despresurización.