Malditos días bonitos, soleados o lluviosos, con cielos de colores maravillosos y los sonidos de los pájaros caprichosos.
Malditos días bonitos que incluso me inspiran frases propias de un estúpido poema que me niego a escribir.
Malditos días bonitos que me obligan a cesar en mi tozuda intención de permanecer en la penumbra de mi querida aflicción.
La brisa, un rayo de sol, los árboles cambiantes, ese olor a vida que a menudo apesta y sin embargo me despierta y me devuelve al camino de la pérfida alegría.
Cómo odio todo esto y más, tantos estímulos sorprendentes por su dualidad; tan cotidianos y a la vez tan extraordinarios.
Quisiera poder decidirme por uno de los dos estados, el de la belleza que por todos lados rebosa y que es engendrada por la positividad o el de la oscura depresión que se sostiene en los brazos de la negatividad.
Robert Southey dijo “Oscuro es el abismo del tiempo, pero se nos ha dado luz suficiente para guiar nuestros pasos”. Justo en ese abismo oscuro es en el que quiero permanecer pero la incesante luz, traducida en la belleza de lo sencillo, me saca constantemente del agujero de la decepción y la desidia, obligándome una y otra vez a ir y venir entre el deseo de avanzar y el piloto automático de la desgana.
La dulce pereza que me acuna esconde el profundo temor al cambio, enmascara la incertidumbre que crea la inseguridad y que tiene a mi cabeza sitiada y aullando que anhela, y al mismo tiempo detesta, todos los dones escondidos que habitan en mi.
Detesto los días bonitos.